MÉXICO, D.F., 22 de septiembre.- Cuernavaca ha sido considerada una de las ciudades más verdes del país, como puede leerse en Bajo el volcán, de Malcom Lowry, o en Cristo en Cuernavaca, de Howard Fast. Sin embargo, la manera irracional con que sus gobiernos municipales la han urbanizado ha destruido ese verdor, que aún se preserva en los interiores de algunas casas y de algunos restaurantes.
Desde que los ciudadanos defendimos el Casino de la Selva en 2001, una de las demandas de la población ha sido crear áreas verdes públicas y centros culturales y de recreación que permitan no sólo detener esa hecatombe urbana, sino recuperar algo de la tradición y de la vida de esa ciudad. La respuesta, sin embargo –como ocurrió con el Casino de la Selva–, ha sido levantar plazas y supermercados en las zonas más impropias. De todas las ciudades del país, hoy Cuernavaca es la que mayor número de plazas comerciales, supermercados y megatiendas tiene por habitante.
En esa lucha ciudadana por recuperar el rostro de Cuernavaca, la organización ambientalista Guardianes de los Árboles propuso a la administración municipal de Jesús Giles comprar un predio abandonado sobre la avenida Emiliano Zapata, cerca de la glorieta de Tlaltenango, para que se creara un parque público y un centro cultural. La creación de ese conjunto –en un predio poco mayor a hectárea y media, con 166 árboles de 20 y 40 años de edad y dos caserones abandonados estilo Cuernavaca, uno de ellos de los años 40– es fundamental: no sólo permitiría rescatar el camino que debería seguir el urbanismo de Cuernavaca, sino que, además de aliviar la ya saturada vida de la zona –por la calle Compositores se desfoga hacia la avenida Zapata el tránsito vehicular de la colonia más poblada de Cuernavaca, el Zompantle, y cada año, sobre esa avenida, se instala durante 15 días la ancestral feria de Tlaltenango–, recuperaría algo de la porosidad entre la ciudad y su vialidad, es decir, la relación entre el contacto público y la multiplicidad de actividades que garantizan una vida económica, social y cultural rica.
Por desgracia, esa petición no sólo se desoyó, sino que ahora, con la administración priista de Martínez Garrigós, ha dado un giro hacia lo que en su momento fue la política de los panistas Estrada Cajigal y Raúl Ávila con el Casino de la Selva: entregarlo, no a Costco, sino a su rival, Wal Mart, para que allí se construya un Superama más –el más cercano se encuentra, en la avenida Ávila Camacho, a menos de un kilómetro de distancia.
A su fallida política sobre la basura (Proceso 1764), Martínez Garrigós suma ahora una fallida política urbanística, que inició con su intento de crear un segundo piso en la avenida Plan de Ayala y continúa con el auspicio de la asfixiante plaga de supermercados.
Wal Mart, como su rival Costco, no es sólo una empresa ecológicamente depredadora, sino que destruye la vida local. En 2001, cuando construyó el Superama de la avenida Ávila Camacho, taló 68 árboles, algunos de especies nativas, sin permiso de la Dirección de Ecología y sin contar con licencia de construcción; asimismo, como queda asentado en el expediente ESEEMA 419/01 del 12/07/01 de la CEAMA, no cumplió con las condicionantes de los resolutivos de la Manifestación de Impacto Ambiental: crear áreas verdes con especies nativas dentro del área del centro comercial y utilizar materiales permeables en su estacionamiento.
Este tipo de empresas –contrarias a todos los ideales de la Independencia– no sólo arruinan el comercio de sus alrededores, fomentando el desempleo, sino que, lejos de nutrirse de las mismas producciones de la región, que también arruinan, compran sus insumos en mercados lejanos, invierten sus ganancias fuera de la ciudad y del país, ocupan mano de obra especializada que circula de una filial de la empresa a otra, y los empleos que ofrecen se reducen a los de peones y cajeras. En 2004, cuando Wal Mart, bajo la administración de Arturo Montiel, se instaló en el perímetro C de Teotihuacán, Charles Fishman, en un estudio realizado para la revista Fast Company, señalaba que dicha compañía “ha determinado la vida y la muerte de las 21 mil empresas que en EU la proveen”, sustituyéndolas por maquiladoras que explotan mano de obra barata.
Lo que asombra de todo esto no es la existencia de este tipo de empresas –el capitalismo es tan inmoral como voraz–, sino que los gobiernos, particularmente en Cuernavaca, en su afán de no atender la manera en que los monopolios se crean en nuestro país, continúen privilegiándolas y, contra el repudio de los ciudadanos, ahondando el proceso de desertificación de la economía y del medio ambiente de las ciudades.
¿Será que los partidos políticos han perdido cualquier sentido de responsabilidad social y han convertido su estancia en el poder en una forma de la cleptocracia? ¿O acaso sus miembros carecen de la imaginación suficiente para rehacer en un sentido verdaderamente sustentable el tejido económico, social y ecológico de la vida de las urbes?
Cualquiera que sea la respuesta, hay que aceptar que los partidos hoy en día no representan la esperanza. Está, por el contrario, en los ciudadanos que resisten y aun saben que es necesario poner la ley por encima de los intereses y de los gobernantes.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar todos los presos de la APPO y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.
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