Son de sobra conocidas las condiciones de abuso y atropello que padecen millones de migrantes indocumentados –muchos de ellos connacionales– en Estados Unidos a consecuencia de la política de persecución y criminalización que aplica el gobierno de Washington. Por añadidura, en meses recientes han salido a la luz pública diversos datos y hechos que documentan la comisión, en México, de atropellos iguales, o peores, contra ciudadanos de otros países: ejemplos de ello son las innumerables denuncias de maltrato, extorsión y hasta asesinato de migrantes irregulares, cometidos tanto por autoridades migratorias como por grupos delictivos, y las elevadas cifras de extranjeros secuestrados por grupos dedicados al tráfico de personas, que ascienden a 20 mil por año, según diversas organizaciones sociales.
Ahora, con los datos proporcionados por el INM, queda de manifiesto que el panorama para la población nacional no es menos desolador, y que el país se ha vuelto un sitio inhóspito para su propia niñez. Ciertamente, la migración es un fenómeno connatural a las sociedades humanas y tan antiguo como la especie; pero en México del siglo XXI ese fenómeno se ve alimentado por la pobreza, la falta de empleo de los padres y la ausencia de horizontes de movilidad social en el país: tales elementos han orillado a un número creciente de niños y niñas a incorporarse al campo laboral –la cifra se estima en unos tres y medio millones de niños y niñas, 12.5 por ciento la población infantil– y a desempeñar actividades que suponen un riesgo para su integridad: 27 por ciento de los menores que trabajan lo hacen en lugares con ruido excesivo, humedad, herramientas peligrosas y entre productos químicos, es decir, en sitios de alto riesgo de accidentes y enfermedades.
A lo anterior debe añadirse la sostenida desintegración y la ruptura de los tejidos sociales; la inseguridad pública y la negación sistemática de garantías constitucionales básicas por las autoridades de todos los ámbitos y niveles. En conjunto, la desastrosa realidad económica y social del país configura un escenario propicio para éxodos humanos como los ocurridos en semanas recientes en las localidades tamaulipecas de Mier y Camargo –azotadas por la violencia asociada a la guerra contra el narcotráfico
–, o como el que año con año emprenden decenas de miles de niños con la intención de llegar a territorio estadunidense.
En la desgarradora circunstancia nacional presente, no basta con condenar el maltrato, la crueldad y el racismo de Estados Unidos hacia los migrantes irregulares; antes bien, resulta obligado voltear los ojos a la realidad interna y reconocer que en el territorio nacional priva un escenario de catástrofe social y que los mexicanos que emigran a Estados Unidos –niños y adultos, hombres y mujeres, jóvenes y ancianos– bien pueden ser llamados los desplazados o los refugiados de esa circunstancia.
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