MÉXICO, D.F., 18 de enero (Proceso).- Con su mano flaca y deforme, parecida a una pinza de cangrejo, el hombre extiende la copia de una carta que dirigió al ejército y firmó con su nombre: “Adán Abel Esparza Parra”.
El autor de la carta, fechada el 14 de abril de 2008, es un ranchero amable de 30 años y habla queda, que ensaya una mueca constante, un simulacro de sonrisa. A mitad de algunas frases guarda silencio, como si su mente trepara precipicios o quizás regresara un año atrás, al 1 de junio de 2007, cuando quedó inútil para el trabajo, mutilado del alma, inhabilitado para la vida.
Esa noche trasladaba a su familia en su pick up: en la cabina, a su lado, iban su esposa Griselda, su hermana Gloria Alicia y la maestra adolescente de sus hijos, Teresa de Jesús Flores Sánchez. Las mujeres llevaban sobre sus piernas a sus hijas Grisel Adanay y Juana Diosnirely, de tres y un año, respectivamente; en la caja viajaban los varones: su hijo mayor, Eduin Yoniel, de siete, y su sobrino menor por un año, José Duvuán, inseparables compañeros de juego.
Ese día le había tocado llevar a su hermana Gloria y a Teresa a un curso de capacitación obligatorio para maestras rurales. De regreso a casa, las luces de las viviendas de La Joya de Martínez se divisaban como foquitos de Navidad. Al salir de una curva se toparon con militares del 24 Regimiento de Caballería Motorizado asignados a recorrer la sierra sinaloense, como miles más que peinan el país en busca de narcos, de armas y de drogas.
“Estábamos a un kilómetro de la casa, cerquitas. No había ni una seña ni un soldado de esos que le hacen a uno el alto”, comenta el ranchero y enseguida guarda silencio, su espíritu migra a ese paraje.
–Y pos’ nos dispararon –completa luego de un rato.
El Adán Abel de aquella noche sintió un balazo en la mano que sostenía el volante. Con la camioneta en movimiento, bajó del vehículo con los brazos en alto y gritó:
–¡No disparen, traigo a mi familia, vienen niños!
Pero recibió un balazo en la otra mano. Ráfagas se incrustaron en la camioneta. Y en su mujer… en su hermana… en sus chiquitas… en su hijo y su sobrino.
–Levantaba las manos para indicarles que no tiraran, les hacía el alto, pues. Los balazos me tumbaban al suelo, me levantaba y me tumbaban –recuerda un año después para esta entrevista.
La camioneta, sin freno, se fue al barranco: quiso detenerla pero no pudo: tenía despojos en lugar de manos. “Yo ya no sabía de mí, vi que la camioneta se iba pero no alcancé a subir ni a frenar ni nada. El carro se fue. No le había puesto parkin a la camioneta en el mismo desespero de decirles que llevaba familia”.
Con la camioneta desbarrancada, él tumbado en el piso, pidió ayuda a los soldados, suplicó que avisaran por celular a su familia, pero nadie lo atendió. Todos estaban ocupados, subían y bajaban la barranca donde se estrelló la camioneta, se asomaban al interior de la cabina, volvían a subir. Estaban como desquiciados. Pedían por radio instrucciones.
–¡Auxilio, ayuda! –gritaba Adán Abel mientras tanto, con la esperanza de que algún vecino lo escuchara. En un golpe de determinación se arrastró al auto y aún no se explica cómo fue que sacó el radio con la boca, lo activó y avisó: “Nos acaban de balear”.
Vio llegar después a sus hermanos, a su mamá y a los vecinos del pequeño rancho que desobedecieron a los soldados que les cerraban el paso. Entre todos sacaron de la camioneta los cadáveres de Griselda y de sus pequeñas Grisel Adanay y Juana Diosnirely. Heridos pero con vida encontraron a Edwin, Juan, Teresa, José Duvuán y Gloria. Los subieron a varios carros. En el lugar quedaron regados los cuadernos escolares forrados con dibujos infantiles.
La gente esperó con los heridos en el campo abierto donde, según los militares, serían recogidos por un helicóptero; era cosa de esperarlo. Estuvieron a la intemperie media hora… una… dos horas… Hasta que se dieron cuenta del engaño. Tras discutir con los militares les arrancaron la autorización de llevar a los heridos por tierra al hospital, a condición de formar un convoy encabezado por vehículos verde olivo que jugaban el macabro juego del pa’lante-pa’tras: los camiones punteros avanzaban a un máximo de 40 kilómetros por hora, luego bloqueaban el camino, si es que no retrocedían.
–¿Qué pasa? –reclamó desesperado Eligio Esparza, hermano menor de Adán.
–Eso merecen por haber atacado a los soldados –recibió por respuesta.
Cada vez que un nuevo vehículo militar se incorporaba al convoy se repetía el ritual de revisar parejo a heridos, muertos y acompañantes, apuntarles con las armas, cortar cartucho si alguien repelaba e interrogarlos sobre la balacera.
Al niño José Duvuán lo despertaron al jalarlo de la camiseta, le esculcaron el cuerpecito, le cortaron el pantalón para verle bien la herida en la nalga.
–Señora, ¿qué pasó? –preguntó un militar recién incorporado a Fabiana Parra, la mamá de Adán y de Gloria, pasajera en esa caravana fúnebre.
–Los militares atacaron.
–No, señora, ¿cómo que los militares? Los militares no hacen eso, está equivocada –repeló su interrogador.
“En vez de pedir ambulancias pedían refuerzos”, agrega en la entrevista doña Fabiana, quien escucha el relato desde el sillón de espaldas al comedor donde Adán Abel narra la tragedia. Aunque había simulado que no escuchaba la repetición de la misma historia no pudo reprimir su indignado comentario.
El trayecto de dos horas duró ocho. La caravana llegó a las cuatro y media de la mañana al cuartel de Badiraguato. A los tripulantes no les autorizaron bajar de los vehículos. Esperaron al amanecer: vivos y muertos recostados juntos. La espera fue una agonía en la que vieron cómo se les iba escurriendo la vida a los heridos que sí habían aguantado el camino.
“Ya amanecimos en el carro junto con los cadáveres. Decían que no nos moviéramos a ningún lado hasta que no nos indicaran. Y ahí estuvimos. Hasta las ocho bajaron los cadáveres”, dice la abuela sin expresión. “Por el tiempo que hicimos en el camino, algunos de ellos, por lo menos dos, hubieran llegado con vida”.
El radiograma Bu345644 en el que el capitán de la misión, Cándido Alday Arriaga, informó sobre los sucesos al comandante de la Novena Zona Militar en Culiacán, señalaba otra versión distinta que indicaba que al acercarse al retén la camioneta en la oscuridad el grupo le marcó el alto para inspeccionarla, pero nunca bajó la velocidad; al contrario, ¡les echaron cinco balazos!
“El personal militar procedió a repeler la agresión disparando sus armas de fuego en contra del citado vehículo y sus tripulantes en repetidas ocasiones –continúa el reporte– y, una vez cesado el fuego, vio una persona herida en el camino, les proporcionaron los primeros auxilios, localizando en las inmediaciones del automóvil un costal al parecer de mariguana.”
Las investigaciones de la CNDH sacaron a la luz otra verdad: los miembros del batallón no sólo dispararon a ciudadanos inocentes y dejaron morir a los sobrevivientes, también los quisieron culpar de su tragedia. Mientras Adán Abel suplicaba tirado en el piso que llamaran a su familia, ellos movían las evidencias para falsear los hechos.
Ocho de los militares que dispararon estaban drogados (siete con mariguana, uno con cocaína y metanfetaminas). Uno no dejaba de reír cuando la gente, angustiada, auxiliaba a las víctimas. Los vecinos los recordaban bebiendo desde temprano al pie de la carretera.
El cabo de sanidad Eladio Pérez Arriaga sí alertó a sus compañeros de que en la pick up viajaban niños, pero fue ignorado. En el hospital de Culiacán, donde fue internado por “estrés agudo con embotamiento emocional subjetivo, reducción en su relación con su entorno y reexperimentación del evento traumático”, en su delirio repetía: “No, a los niños no…” l
El autor de la carta, fechada el 14 de abril de 2008, es un ranchero amable de 30 años y habla queda, que ensaya una mueca constante, un simulacro de sonrisa. A mitad de algunas frases guarda silencio, como si su mente trepara precipicios o quizás regresara un año atrás, al 1 de junio de 2007, cuando quedó inútil para el trabajo, mutilado del alma, inhabilitado para la vida.
Esa noche trasladaba a su familia en su pick up: en la cabina, a su lado, iban su esposa Griselda, su hermana Gloria Alicia y la maestra adolescente de sus hijos, Teresa de Jesús Flores Sánchez. Las mujeres llevaban sobre sus piernas a sus hijas Grisel Adanay y Juana Diosnirely, de tres y un año, respectivamente; en la caja viajaban los varones: su hijo mayor, Eduin Yoniel, de siete, y su sobrino menor por un año, José Duvuán, inseparables compañeros de juego.
Ese día le había tocado llevar a su hermana Gloria y a Teresa a un curso de capacitación obligatorio para maestras rurales. De regreso a casa, las luces de las viviendas de La Joya de Martínez se divisaban como foquitos de Navidad. Al salir de una curva se toparon con militares del 24 Regimiento de Caballería Motorizado asignados a recorrer la sierra sinaloense, como miles más que peinan el país en busca de narcos, de armas y de drogas.
“Estábamos a un kilómetro de la casa, cerquitas. No había ni una seña ni un soldado de esos que le hacen a uno el alto”, comenta el ranchero y enseguida guarda silencio, su espíritu migra a ese paraje.
–Y pos’ nos dispararon –completa luego de un rato.
El Adán Abel de aquella noche sintió un balazo en la mano que sostenía el volante. Con la camioneta en movimiento, bajó del vehículo con los brazos en alto y gritó:
–¡No disparen, traigo a mi familia, vienen niños!
Pero recibió un balazo en la otra mano. Ráfagas se incrustaron en la camioneta. Y en su mujer… en su hermana… en sus chiquitas… en su hijo y su sobrino.
–Levantaba las manos para indicarles que no tiraran, les hacía el alto, pues. Los balazos me tumbaban al suelo, me levantaba y me tumbaban –recuerda un año después para esta entrevista.
La camioneta, sin freno, se fue al barranco: quiso detenerla pero no pudo: tenía despojos en lugar de manos. “Yo ya no sabía de mí, vi que la camioneta se iba pero no alcancé a subir ni a frenar ni nada. El carro se fue. No le había puesto parkin a la camioneta en el mismo desespero de decirles que llevaba familia”.
Con la camioneta desbarrancada, él tumbado en el piso, pidió ayuda a los soldados, suplicó que avisaran por celular a su familia, pero nadie lo atendió. Todos estaban ocupados, subían y bajaban la barranca donde se estrelló la camioneta, se asomaban al interior de la cabina, volvían a subir. Estaban como desquiciados. Pedían por radio instrucciones.
–¡Auxilio, ayuda! –gritaba Adán Abel mientras tanto, con la esperanza de que algún vecino lo escuchara. En un golpe de determinación se arrastró al auto y aún no se explica cómo fue que sacó el radio con la boca, lo activó y avisó: “Nos acaban de balear”.
Vio llegar después a sus hermanos, a su mamá y a los vecinos del pequeño rancho que desobedecieron a los soldados que les cerraban el paso. Entre todos sacaron de la camioneta los cadáveres de Griselda y de sus pequeñas Grisel Adanay y Juana Diosnirely. Heridos pero con vida encontraron a Edwin, Juan, Teresa, José Duvuán y Gloria. Los subieron a varios carros. En el lugar quedaron regados los cuadernos escolares forrados con dibujos infantiles.
La gente esperó con los heridos en el campo abierto donde, según los militares, serían recogidos por un helicóptero; era cosa de esperarlo. Estuvieron a la intemperie media hora… una… dos horas… Hasta que se dieron cuenta del engaño. Tras discutir con los militares les arrancaron la autorización de llevar a los heridos por tierra al hospital, a condición de formar un convoy encabezado por vehículos verde olivo que jugaban el macabro juego del pa’lante-pa’tras: los camiones punteros avanzaban a un máximo de 40 kilómetros por hora, luego bloqueaban el camino, si es que no retrocedían.
–¿Qué pasa? –reclamó desesperado Eligio Esparza, hermano menor de Adán.
–Eso merecen por haber atacado a los soldados –recibió por respuesta.
Cada vez que un nuevo vehículo militar se incorporaba al convoy se repetía el ritual de revisar parejo a heridos, muertos y acompañantes, apuntarles con las armas, cortar cartucho si alguien repelaba e interrogarlos sobre la balacera.
Al niño José Duvuán lo despertaron al jalarlo de la camiseta, le esculcaron el cuerpecito, le cortaron el pantalón para verle bien la herida en la nalga.
–Señora, ¿qué pasó? –preguntó un militar recién incorporado a Fabiana Parra, la mamá de Adán y de Gloria, pasajera en esa caravana fúnebre.
–Los militares atacaron.
–No, señora, ¿cómo que los militares? Los militares no hacen eso, está equivocada –repeló su interrogador.
“En vez de pedir ambulancias pedían refuerzos”, agrega en la entrevista doña Fabiana, quien escucha el relato desde el sillón de espaldas al comedor donde Adán Abel narra la tragedia. Aunque había simulado que no escuchaba la repetición de la misma historia no pudo reprimir su indignado comentario.
El trayecto de dos horas duró ocho. La caravana llegó a las cuatro y media de la mañana al cuartel de Badiraguato. A los tripulantes no les autorizaron bajar de los vehículos. Esperaron al amanecer: vivos y muertos recostados juntos. La espera fue una agonía en la que vieron cómo se les iba escurriendo la vida a los heridos que sí habían aguantado el camino.
“Ya amanecimos en el carro junto con los cadáveres. Decían que no nos moviéramos a ningún lado hasta que no nos indicaran. Y ahí estuvimos. Hasta las ocho bajaron los cadáveres”, dice la abuela sin expresión. “Por el tiempo que hicimos en el camino, algunos de ellos, por lo menos dos, hubieran llegado con vida”.
El radiograma Bu345644 en el que el capitán de la misión, Cándido Alday Arriaga, informó sobre los sucesos al comandante de la Novena Zona Militar en Culiacán, señalaba otra versión distinta que indicaba que al acercarse al retén la camioneta en la oscuridad el grupo le marcó el alto para inspeccionarla, pero nunca bajó la velocidad; al contrario, ¡les echaron cinco balazos!
“El personal militar procedió a repeler la agresión disparando sus armas de fuego en contra del citado vehículo y sus tripulantes en repetidas ocasiones –continúa el reporte– y, una vez cesado el fuego, vio una persona herida en el camino, les proporcionaron los primeros auxilios, localizando en las inmediaciones del automóvil un costal al parecer de mariguana.”
Las investigaciones de la CNDH sacaron a la luz otra verdad: los miembros del batallón no sólo dispararon a ciudadanos inocentes y dejaron morir a los sobrevivientes, también los quisieron culpar de su tragedia. Mientras Adán Abel suplicaba tirado en el piso que llamaran a su familia, ellos movían las evidencias para falsear los hechos.
Ocho de los militares que dispararon estaban drogados (siete con mariguana, uno con cocaína y metanfetaminas). Uno no dejaba de reír cuando la gente, angustiada, auxiliaba a las víctimas. Los vecinos los recordaban bebiendo desde temprano al pie de la carretera.
El cabo de sanidad Eladio Pérez Arriaga sí alertó a sus compañeros de que en la pick up viajaban niños, pero fue ignorado. En el hospital de Culiacán, donde fue internado por “estrés agudo con embotamiento emocional subjetivo, reducción en su relación con su entorno y reexperimentación del evento traumático”, en su delirio repetía: “No, a los niños no…” l
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