MÉXICO, D.F., 7 de marzo.- Poco importa lo que se dijo en el encuentro de los presidentes de México y Estados Unidos el 3 de marzo. Los problemas que aquejan a las relaciones entre los dos países no pueden resolverse en el breve viaje que hizo Felipe Calderón a Washington. La visita se ha dado en el contexto de una descomposición progresiva de dichas relaciones, cuyas manifestaciones más visibles son lo limitado de la agenda bilateral, encerrada en el tema de la seguridad; la incapacidad para llegar a una visión común sobre la naturaleza de las amenazas a la seguridad nacional de ambos países derivadas del crimen organizado; finalmente, el ánimo belicoso de la clase política mexicana hacia Estados Unidos y, por otra parte, la percepción negativa sobre México que avanza entre la opinión pública y los líderes políticos estadunidenses.
Dentro de unos días, Obama emprenderá una gira por América Latina visitando Brasil, Chile y El Salvador. Al informar sobre los objetivos del viaje, la Casa Blanca ha puesto el énfasis en la “amplia gama” de temas que se abordarán. Por sólo dar un ejemplo: en Brasil de discutirá sobre cómo contribuir a la creación de empleos a través de mayores intercambios comerciales, proyectos conjuntos en materia de energía, cooperación entre ambos para brindar ayuda a países de menor desarrollo de África y el Caribe. Sin duda, los líderes hablarán sobre la situación de Haití, donde Brasil viene encabezando la misión de la ONU para la estabilización de ese país, y sobre temas en la agenda del Consejo de Seguridad, como el problema de los programas nucleares de Irán.
Ese no ha sido el tono de las pláticas entre Obama y Calderón. Por muchas razones –entre las que se encuentra la obsesión de Calderón con la lucha contra el narcotráfico y el poco interés de los dirigentes estadunidenses por ver el desarrollo económico de México como un asunto que concierne a su seguridad nacional, o por atribuir a sus dirigentes un papel significativo en la solución de problemas mundiales–, lo que interesa a Estados Unidos tratar con México se refiere exclusivamente a cuestiones de seguridad.
El resultado, casi trágico, de la atención que se ha concedido a esas cuestiones es la profundización de las divergencias sobre la naturaleza del crimen organizado en nuestros días, las amenazas que representa para la seguridad nacional de ambos países y la mejor manera de combatirlo. A pesar de los discursos exaltados de Hillary Clinton prometiendo una etapa de “responsabilidad compartida”, lo que se hace en aquel país para combatir a los narcotraficantes parece muy poco a los dirigentes mexicanos. No hay un esfuerzo serio para combatir la demanda y no se detiene el tráfico de armas que viene a dar instrumentos mortales a los cárteles mexicanos.
Desde Estados Unidos lo que preocupa es otra cosa. Inquieta la situación de violencia en la frontera, que puede desbordarse al interior de su territorio; el peligro de desestabilización en México y sus consecuencias para todo tipo de amenazas, incluida la de acciones coordinadas con terroristas y, algo que ya ocurrió, el asesinato de sus nacionales que trabajan en México.
Teniendo como trasfondo esas visiones contrastantes, los programas de cooperación en materia de seguridad no han sido exitosos. La tan nombrada Iniciativa Mérida ha encontrado múltiples obstáculos en la burocracia estadunidense para hacerse efectiva. Año tras año se ha topado con la dilación en la entrega de recursos para poner en pie los proyectos acordados. En México señalan, con junta razón, que los montos de tal Iniciativa son risiblemente escasos cuando se piensa lo que se invierte en los tanques para combatir en Afganistán. En todo caso, lo que no queda claro es si los mexicanos querrían un programa más cuantioso, con todas las consecuencias políticas que ello traería. ¿Qué se desea realmente? A partir de las declaraciones de los líderes mexicanos, entre otras cosas, que se reduzca o acabe la demanda de drogas en Estados Unidos; petición obviamente carente de viabilidad si se piensa que allá avanza la tendencia a la legalización, al menos de la mariguana.
Independientemente de los anuncios de Obama, la estrategia actual de lucha contra el narcotráfico, diseñada en México y apoyada con entusiasmo verbalmente –no así en los hecho– por Estados Unidos, no está funcionando. Será necesario esperar al cambio de administración en México y la continuidad o reemplazo de Obama para trazar una ruta nueva, si ello es posible.
A nivel de opinión pública, el ambiente de las relaciones México-Estados Unidos está empeorando. Los líderes políticos mexicanos, de todas las tendencias, han asumido un ánimo belicista hacia Estados Unidos. Sus reclamos son múltiples, sustentados todos en una retórica nacionalista y defensiva. En Estados Unidos, las encuestas revelan que las percepciones negativas sobre México aumentan. Según la conocida firma encuestadora Gallup, en 2005 el 74% de los estadunidenses tenían percepción positiva de México. En 2010, esa cifra ha bajado a 45%; ahora son más lo que tienen percepciones negativas.
Sería mejor que las cosas fueran de otra manera. Que hubiese una relación basada en una agenda de cooperación amplia, sustentada en la idea de que sólo la estabilidad a largo plazo de toda América del Norte puede garantizar la seguridad en esta parte del mundo. Ya es tarde para que los gobiernos de ambos países tomen esa ruta. Las campañas presidenciales que vienen lo hacen imposible. La visita de Calderón, pese a los discursos y la fuerza del abrazo entre los dos presidentes, no modifica la tormenta que hoy envuelve a las relaciones México-Estados Unidos.
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