se organizan, se movilizan, gritan ya basta, y, aun pobres y desamparadas, tienen las agallas para encarar al Estado omiso...
El peso de la narcoviolencia mexicana está recargado sobre las mujeres. Ellas son las que recogen los cadáveres del familiar asesinado en una balacera y presentado como delincuente. Son las que recorren el país –tocando puertas, pegando carteles, haciendo pesquisas– para conocer el paradero del esposo, el hijo o el hermano, desaparecido. Son las que se organizan para exigir el esclarecimiento de las masacres de sus hijos. Son las que se quedan al frente de los hogares en los que falta el varón y sobran los niños que alimentar. Son las que acompañan a otras mujeres en su búsqueda de justicia o las que curan las heridas de las y los sobrevivientes de esta guerra.
Son las Antígonas modernas, “las que cumplen la ley de la sangre”, aunque esto signifique rebelarse contra el Estado, señala la diputada y doctora en sociología Teresa Incháustegui, cuando compara el mito griego con el nuevo papel que en este sexenio han asumido miles de mujeres.
De la tragedia de Sófocles: Cuando el rey de Tebas prohíbe sepultar el cadáver de Polinices, uno de los dos hijos varones de Edipo, para que sea devorado por las aves carroñeras y su alma nunca encuentre descanso, una mujer desafía esa orden: Antígona, la hija de Edipo, abandona las murallas de Tebas para enterrar a su hermano. Eso le cuesta la muerte.
“Lo que estamos viendo en México es el grito de Antígona cuando el Estado insensible mete en la fosa común a todos los muertos tratándolos como criminales y los expulsa de la comunidad de los ciudadanos al no darles siquiera muerte digna, reintegración de la muerte a lo que fueron sus nexos en la vida. Entonces Antígona, en nombre de la ley de la madre, que es la de la carne y la sangre, sale de la ciudad a enterrar a su muerto, porque es la ley de la sangre, que está más allá de la ley del Estado”, dice la legisladora experta en género, familia y grupos vulnerables.
Las organizaciones estatales con un papel relevante en la atención de las víctimas de la violencia han notado este protagonismo femenino por los nuevos desafíos que esta realidad acarrea.
Las estadísticas señalan que más de 90% de los más de 35 mil asesinados durante el sexenio son varones. No hay una cifra oficial, sin embargo el conteo periodístico arroja un cálculo: de los 3 mil 111 homicidios registrados en 2010 en Ciudad Juárez, por ejemplo, 306 fueron cometidos contra mujeres.
“Hay muchas mujeres que se están quedando viudas, a cargo de sus hijos, sin el sustento del marido, cargando el estigma social de lo que se dedicaba el marido, de por qué lo asesinaron. Para ellas y sus familias no hay políticas específicas: viven su situación de madre sola, con necesidades económicas y con ese estigma. A lo mejor no es difícil que vuelvan a caer en una situación igual, presas en las redes de las personas que se dedican a delinquir”, advierte la socióloga Rosario Varela, de la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Autónoma de Coahuila.
A su vez, Mercedes Murillo, directora del Frente Cívico Sinaloense, señala: “Muchos de los que han sido asesinados dejan esposas con hijos, o a las esposas embarazadas y sin un centavo, porque su vida es de oropel, pero no ahorran. Cuando los matan, las muchachas andan pidiendo dinero para enterrarlos porque no tienen con qué”.
Las organizaciones han notado que muchas mujeres que no trabajaban han tenido que hacerlo debido a la pérdida del marido. O si ya lo hacían, llegan a trabajar hasta una doble jornada. Como en el caso de los ocho jornaleros que salieron hacia Estados Unidos el año pasado y desaparecieron en Coahuila. Sus esposas mantienen a las familias con la venta de enchiladas por las noches, aunque viven en comunidades donde el trabajo femenino no es bien visto.
El médico y doctor en psicología Carlos Beristain, de nacionalidad española, experto en atención a colectivos impactados por graves violaciones a los derechos humanos, señala que con la violencia y en procesos de militarización entra en crisis el papel de las mujeres, porque los hombres son los más expuestos a morir y a ser reclutados, y ellas enfrentan el impacto de la violencia en sus propias vidas, las de sus familias y las de su comunidad, con lo que cargan el peso de todos.
“Las mujeres tienen que hacer frente a los procesos de duelo e impacto por las pérdidas familiares y sociales, y la mayor parte del trabajo de reconstrucción familiar y social recae sobre sus espaldas, especialmente cuando tienen que hacerse cargo solas de la familia. Además, las mujeres tienen en general muchos menos espacios sociales para participar que los hombres, por lo que a la mayor sobrecarga afectiva y social se une un menor poder sobre su propia vida o la toma de decisiones.”
Sin embargo, el experto que ha trabajado con sobrevivientes a la violencia de Colombia, Guatemala, El Salvador, Perú y México, señala que las mujeres tienen una gran capacidad de afirmación y de resistencia en situaciones de tragedia, y que muchas veces su rol entra en crisis.
“Hacen de mamá y papá, las hostigan con frecuencia por ser viudas, están estigmatizadas, están afectadas por la pérdida, muchas veces sufren amenazas pero también se hacen líderes. En muchos países han sido las mujeres las que primero se han movilizado para buscar a sus familiares, hacer públicos los hechos o presionar a las autoridades. Muchas de esas experiencias han estado movidas por la lógica del afecto. Son las que salen a la calle a mostrar un problema cuando nadie se atreve. Rompen el estereotipo de pobrecitas, débiles, marginales, y pasan de la lógica de afecto por el ser querido a una lucha por los derechos humanos, pasan del caso individual a lo colectivo”, explica.
Nuevas luchadoras
La regiomontana Gloria Aguilera, esposa de Julián Urbina Torres, y madre de Julián Eduy y Giovanni Urbina Aguilera, los tres agentes de tránsito desaparecidos el 26 de septiembre de 2008, forma parte de ese colectivo creciente de mujeres solas que se dedican a pedir justicia. Ella nunca recibió pensión, a ellos los dieron de baja de la corporación por “abandono de trabajo”.
“Somos nosotras solas. Aunque pidamos no nos atiende nadie. De tantos plantones que hicimos, se logró una mesa de diálogo con el MP y los funcionarios. Ni este gobernador ni el otro nos recibió. Cuando hallaron aquella fosa clandestina grandísima le pedimos que investigaran esos cuerpos, que nos hicieran el ADN, pero es muy raro: fueron filas y filas de personas, y no estamos seguros si lo hicieron bien o no”, dice en entrevista.
Aunque ella sospecha que algunos tránsitos están coludidos en la desaparición de sus familiares y sabe que utilizaron el teléfono Nextel de su hijo, la procuraduría no ha investigado su caso, por lo que ahora se organiza con otras mujeres que conoció en Ciudadanos en Apoyo a los Derechos Humanos, A.C. (CADHAC) –dirigida por Consuelo Morales–, y en la red de familiares de desaparecidos del norte del país, para presionar a las autoridades a que investiguen el paradero de sus familiares.
“Tengo un hijo más, por él salgo adelante. Vivo sola momentos terribles, es muy deprimente, en mi casa no contesto ni el teléfono. Por el hijo que me queda me levanto, porque está vivo, y para seguir buscando a mi esposo y a mis hijos. No sé qué más puedo hacer por ellos. Es tan poco. Sólo puedo buscar y pedir a las organizaciones que me orienten”, señaló en noviembre pasado.
El nuevo rol de las mujeres salta a la vista. Está la señora Luz María Dávila, la madre de dos estudiantes asesinados en Villas de Salvárcar, Juárez, que reclamó al presidente Felipe Calderón que hiciera algo. Están las madres de los jóvenes asesinados en Creel, Chihuahua, que llegaron a detener el tren Chihuahua-Pacífico para exigir justicia. Está Sara Salazar, la madre de Josefina Reyes, la activista juarense asesinada el año pasado, que instaló un campamento afuera del Senado para exigir la búsqueda de dos hijos más y su nuera y que está escondida con sus hijas en el DF. Está Norma Ledezma, la exobrera que cuando localizó muerta a su hija fundó Justicia para Nuestras Hijas y que hoy enseña a otras madres a buscar a sus hijos.
Ejemplo de valentía son dos mujeres que encabezaron la policía en dos de los municipios más violentos de México cuando ningún varón quiso hacerlo. Fue el caso de Marisol Valles, la ama de casa y criminóloga de 20 años que hasta el 2 de febrero era jefa de la policía de Práxedis G. Guerrero y actualmente, debido a las amenazas que enfrentó, busca asilo en Estados Unidos, y el de Erika Gándara, de 28 años, único elemento de policía en el municipio de Guadalupe, hasta que fue desaparecida.
En esa misma zona del Valle de Juárez destacaron por su valentía las defensoras de derechos humanos Josefina Reyes, asesinada el año pasado, y su colaboradora Cipriana Jurado, que tuvo que pedir asilo.
También hay una mayoría de mujeres en redes nacientes de terapeutas, psicólogos, trabajadoras sociales, tanatólogos, defensores de derechos humanos y abogados que atienden a las víctimas y a las comunidades más impactadas. Del mismo modo, más de 90% de las personas que se acercan a expertos o a organizaciones a pedir ayuda son mujeres.
Las mujeres encabezan las organizaciones de derechos humanos más activas en la denuncia de las violaciones a los derechos humanos en las zonas más convulsionadas por la violencia, como CADHAC de Nuevo León, Centro de Derechos Humanos de las Mujeres (Cedhem) de Chihuahua, Paso del Norte en Juárez, el Frente Cívico Sinaloense o el centro Fray Juan de Larios en Saltillo.
“En los talleres con familias que han sufrido la desaparición forzada de uno de sus miembros, nos encontramos que mayoritariamente las que van son mujeres: las esposas, las hermanas, las hijas, que se van a la morgue, a las cárceles, a los separos, las que alzan la voz, las que luchan por sus compañeros e hijos. Otra vez las mujeres le gritan al mundo lo que está pasando”, señala la abogada chihuahuense Lucha Castro, del Cedhem.
El psicólogo Alberto Rodríguez Cervantes, del mismo centro, dice que por la cultura machista que exige a los varones ser “los hombres fuertes de la casa”, a ellos les está costando más trabajo expresar cómo les afecta la pérdida de un hijo o pedir ayuda. Eso se ve en los encuentros entre organizaciones nacionales que acompañan a familias con integrantes desaparecidos.
En cada fosa clandestina descubierta es fácil ver a mujeres indagando por el hijo, el padre, el esposo ausentes. En junio de 2010, tras el hallazgo de la mina con 55 cadáveres en Taxco, Guerrero, la morgue de Chilpancingo fue visitada por muchas mujeres. Una de ellas, que encontró a su hijo muerto, explicó el peregrinaje que siguió durante un año y siete meses para encontrarlo: “Lo busqué, lo busqué, donde quiera que iba lo buscaba. Nomás le pedía a Dios que un día lo tenía que encontrar, vivo o muerto, para ponerlo en el lugar que le corresponde. Y hoy me lo entregó. Yo anduve toda la carretera federal, lo buscaba en todo callejón que veía, en los Semefo de Taxco, Zihuatanejo, Acapulco. Donde quiera que iba lo buscaba”.
“Yo amo a mi hijo y lo seguiré buscando. Más que nada, porque algo me dice muy dentro que tarde o temprano lo voy a encontrar: vivo o muerto, pero lo voy a encontrar”, explicó en otra entrevista la señora Maximina Hernández Maldonado, mamá de José Everardo Lara Hernández, desaparecido el 2 de mayo de 2007, en Santa Catarina, Nuevo León, con José René Luna Ramírez. Ambos de 23 años y escoltas del alcalde Dionisio Herrera Duque.
Las más vulnerables
No todas atinan a salir a las calles a pedir justicia. Algunas no pueden. Dora Dávila, directora del centro comunitario juarense Salud y Bienestar Comunitaria (Sabic), que se dedica a atender a las familias que sufren la violencia, señala que como la mayoría de los hombres asesinados eran el sostén de su familia, las mujeres, además de tener que proveer el dinero para los suyos, tienen que lidiar con su propia depresión.
“Vemos que requieren terapias de atención en crisis para que salgan de la etapa del pánico, para que puedan dormir, porque un síntoma que nos manifiestan es que no duermen. Toda la noche piensan que van a regresar a matarles a toda su familia y a ellas; dicen que tienen miedo, están angustiadas y nerviosas. Hay mujeres que todavía cuatro meses después no han tenido atención y siguen sin comer, con insomnio, en pánico, con sobresaltos. Vemos muchas mamás solas, sin sustento, muy asustadas, que se han ido a vivir con sus hijos a El Paso a hacerse bolita con algún pariente, sin papeles, sin trabajo, sin posibilidades de trabajo. Sin nada”, explica.
Varias mujeres que han perdido a su pareja o a algún hijo por la violencia dicen que no se permiten llorar en su casa, por miedo a transmitir su miedo a sus demás hijos, y que tienen que encerrarse en el baño o hacerlo en la calle, solas, para no afectar al resto.
“Tenía que encerrarme a llorar en el baño por el asesinato de mi hijo, porque si no mi familia se derrumbaba, ellos me pedían que yo fuera la fuerte”, relata un ama de casa en uno de los Talleres de Duelo que se imparten en templos católicos de Ciudad Juárez.
Laura Baptista, periodista experta en tema de violencia y consultora de la Secretaría de la Mujer de Guerrero y del Instituto de las Mujeres de Tlaxcala, comenta que, independientemente del sector social al que pertenezcan, las mujeres que han perdido al marido “quedan solas al frente del hogar y generalmente con pocas herramientas y apoyos sociales para criar a sus hijos e hijas”. Esto las coloca en mayor vulnerabilidad.
El Instituto Nacional de las Mujeres estima que la participación de las mujeres en el narcotráfico ha aumentado 400% este sexenio, con base en el número de capturadas, la mayoría por transporte de droga.
La diputada Incháustegui advierte por ello acerca de la importancia de que el Estado cree una política que se haga cargo de las familias desintegradas por los asesinatos o las desapariciones de sus miembros:
“Con tanta muerte de jóvenes involucrados en actividades criminales, seguramente tenemos una feminización de los hogares urbanos, ¿y qué pueden hacer esas mujeres sin alternativa de empleo porque la maquila ya tronó o porque ya hasta la economía informal está quebrada en muchas comunidades? Podrían hacer parte de las estructuras criminales en los lugares donde viven, y hasta este momento el Estado sigue sin darles mucha alternativa”.
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