Maquiavelo, El Príncipe, capítulo XXV
La carencia de las virtudes que deben caracterizar a un buen gobernante –la sabiduría necesaria para entender razonablemente el momento histórico y su perspectiva, la prudencia para ajustarse a las tornadizas circunstancias; la sensibilidad para escuchar y atender las demandas de los mandantes y cultivar su credibilidad; la capacidad de convencimiento y para armar consensos; el respeto y el sometimiento al imperio de las leyes que salvaguarden la majestad del Estado, entre otras– se ha convertido en el peor enemigo de Felipe Calderón. El panista es la primera víctima de sus tentaciones despóticas.
Si es válido el parangón, la estrategia de seguridad nacional de Calderón sigue una trayectoria similar a la que impuso el Baby Bush a raíz de los acontecimientos de 2001. Durante algún tiempo, ambas políticas tuvieron sus escenográficos momentos de gloria. La venta del espectáculo de la seguridad pública a una atemorizada población –ese paralizante estado de ánimo que ellos contribuyeron a fabricar y magnificar con el terrorismo impuesto desde las esferas del poder– arrojó como beneficio una mejoría en la fisonomía de sus administraciones, aun cuando no fue el suficiente para blanquear completamente sus legalmente turbios ascensos a sus respectivos gobiernos.
Pero la seguridad, vendida como cualquier otra mercancía, tiene su periodo de caducidad. Como emblema o marca, su rendimiento decrece en el tiempo; su eficacia se agota por más esfuerzo que se haga para reciclar y promocionar el producto con novedosas envolturas. Pierde su vigencia. Resulta cada vez más difícil colocarlo en el mercado, y su uso y abuso resulta contraproducente. Se torna letal para los fines buscados por el vendedor de bisutería, y social y políticamente insoportable para la población reducida a la estatura de consumidor de esa mortífera fruslería, cuyos “daños colaterales” se vuelven inmensurables. Sobre todo cuando la inseguridad de la estrategia de seguridad la obliga a poner los cadáveres, los heridos, los desaparecidos, los ultrajados en el campo de batalla, las víctimas de los grupos en pugna sin reglas, sin derecho a renegar, con la única opción de asumir el papel de coro silente, de aceptar bovinamente la falsa divisa –por única– absolutista: “Estás conmigo o contra mí”.
Sin embargo, a diferencia de Bush y sus halcones neoconservadores, que antes de que asumieran el gobierno, desde 1997, ya tenían armado su plan terrorista a escala nacional y mundial –el Proyecto para el Nuevo Siglo Estadunidense–, Calderón no estaba preparado ni anímica ni materialmente para una paródica cruzada interna. Su juego de guerra fue una ocurrencia legitimadora que se trastocó en una mayor deslegitimación. El Baby no pudo evadir el parcial juicio de la historia, aunque sí el de sus crímenes de lesa humanidad. Políticamente se hundió en su sangriento piélago belicoso, arrastró consigo al abismo de la derrota electoral a su partido republicano y abrió las puertas de la Casa Blanca a Barack Obama, quien –a contracorriente de su grandilocuencia de cambio y las contritas buenas conciencias que votaron por él al considerar que terminaría con las agresiones militares, con la misma agresividad imperial– amplía las zonas de operaciones y quebranta la legalidad internacional, si es que existe algo digno de ese nombre. Obama acaba de tener sus cinco minutos de esplendor legitimador al encabezar el asesinato de Bin Laden. Calderón recoge su cosecha de odio social en un sistema estructurado para encubrir la arbitrariedad del gobierno y garantizar su impunidad. Ninguno tendrá su Núremberg.
La relación amo-esclavo sigue su impecable lógica dialéctica. El ascendente descontento de los vasallos puede superar el paralizante narcótico del miedo impuesto e inducido por los señores de la guerra (traducción literal de la palabra inglesa warlord) que, de facto, con sus bandas de criminales controlan diversas regiones del país arrebatadas a la autoridad central, y de los de horca y cuchillo, los señores feudales del gobierno.
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