Martí Batres Guadarrama
Para asombro de muchos, en los días recientes, el señor Felipe Calderón se ha dado tiempo para hablar a nombre de México de nacionalizaciones y democracia. Y, en efecto, México ha dado lecciones al mundo en materia de nacionalizaciones, pero no podría dar lecciones a nadie en el tema de la democracia. Sin embargo, paradójicamente, Calderón pretende olvidar la historia y se lanza contra los países de América Latina que recientemente han realizado nacionalizaciones para proteger sus industrias energéticas y estratégicas. Y simultáneamente defiende la democracia, condenando a los gobernantes que se religen indefinidamente. Suena raro, suena muy raro.
Resulta francamente incomprensible que a nombre de México se denosten las nacionalizaciones, pues México ha sido pionero en nacionalizaciones y expropiaciones, y a lo largo de su historia ha enseñado al resto de América Latina a utilizar estos instrumentos para potenciar su desarrollo económico y nacional.
Ya en 1859 el gobierno de Benito Juárez nacionalizó los bienes eclesiásticos, único camino para asegurar la fortaleza económica del Estado y el crecimiento de la pequeña propiedad. En 1938 se expropió la industria petrolera, que significó la principal base del desarrollo estabilizador que México vivió durante décadas, y sin la cual no se entendería el avance que se vivió en esa época. En 1961 se nacionalizó la industria eléctrica, acción que permitió bajar las tarifas a los usuarios, dar a los trabajadores electricistas los mejores contratos colectivos y tener a una empresa como la Comisión Federal de Electricidad, que se encuentra entre las 100 mejores empresas del mundo. En 1982 se nacionalizó la banca para detener la embestida de los llamados saca dólares, que pusieron en crisis el sistema financiero nacional. E incluso en el año 2001 el gobierno panista de Vicente Fox expropió los ingenios azucareros para poder rescatarlos de la quiebra. A todo ello deben agregarse los millones de hectáreas expropiadas a latifundistas en México a lo largo de más de 60 años para entregárselas a los campesinos.
Como puede observarse, nuestro país ha utilizado las herramientas de la nacionalización y la expropiación en toda su historia. Y los países de América Latina se inspiran en nuestro ejemplo. Que México se pronuncie contra las nacionalizaciones es como si Suecia se pronunciara contra el Estado de bienestar social y Gran Bretaña contra el parlamentarismo. Por eso, las palabras de Felipe Calderón suenan absurdas y, en el mejor de los casos, a ignorancia foxiana de la historia.
Peor aún, no obstante, se escucha, Calderón hablando de democracia. Por un lado, es extraño que quiera presentarse como el guardián de la democracia quien emergió de las elecciones más cuestionadas desde 1988; y quien tuvo pavor de aceptar un recuento de voto por voto y casilla por casilla para saber a ciencia cierta quién había ganado la elección presidencial de 2006 en México.
Resulta penoso que aquel que fuera declarado electo en el proceso más inequitativo de todo el continente quiera dar lecciones de democracia al conjunto de gobernantes latinoamericanos que ganaron las elecciones en sus países sin cuestionamientos, y en medio de una gran euforia popular que los acompañó y que, en cambio, estuvo ausente en México.
No puede dar lecciones de democracia a otros gobernantes quien no ganó la elección en su propio país. Y en ese contexto es completamente contradictorio que Calderón cuestione la relección de gobernantes en Sudamérica y proponga la relección inmediata e indefinida de legisladores en México. Es tan negativo enquistarse en el Poder Ejecutivo como en el Poder Legislativo. Es indignante que el gobierno de México teorice sobre la democracia cuando tenemos aquí asesinatos políticos, desaparecidos, violaciones a mujeres y hombres detenidos y censura televisiva.
De todo lo anterior se desprende que México como nación ha enseñado a lo largo de su historia a ejercer los verbos nacionalizar y expropiar. En cambio, el gobierno mexicano no puede enseñar a los demás a contar voto por voto, es decir, no puede dar lecciones de democracia a la América Latina de nuestros días.
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