Editorial
De acuerdo con cifras de la revista Fortune, Petróleos Mexicanos (Pemex) es la empresa número 40 en una lista de las 500 más grandes del mundo: sus ingresos en 2006 sumaron casi 84 mil millones de dólares, sus activos son de casi 100 mil millones, tiene una planta de 139 mil trabajadores y está en el sitio 11 entre las mayores petroleras del planeta. Sin embargo, la paraestatal mexicana es la cuarta en la lista de compañías con mayores pérdidas: en su caso, 7 mil millones de dólares.
Esta aparente contradicción tiene un origen bien conocido: el gobierno federal mantiene desde hace muchos años una política fiscal de saqueo y depredación de la mayor empresa del país. De hecho, ésta aporta algo así como 40 por ciento de los ingresos presupuestales del sector público. En otros términos, el gobierno quita a Pemex todas sus utilidades, además de los recursos indispensables para mantenimiento, por lo que la entidad se ve obligada a endeudarse.
Al margen de esta depredación, Pemex es una empresa exitosa. Lo sería mucho más, sin duda, si hubiera la voluntad política requerida para erradicar la clamorosa corrupción que afecta el funcionamiento de la paraestatal y que se presenta tanto entre personal de confianza como entre sindicalizados.
Sirva lo anterior de contexto a las primeras declaraciones formuladas por Jesús Reyes Heroles como director de Pemex, en las cuales el funcionario descartó cambios al estatuto constitucional y jurídico de la paraestatal y ofreció que la participación de capitales privados en la industria energética se sujetará a los límites marcados por la ley, al parecer en referencia a los denominados "contratos de servicios múltiples" (CSM), cuya constitucionalidad, por lo demás, resulta dudosa. Reyes Heroles informó que la paraestatal tiene necesidades de inversión de entre 23 mil y 25 mil millones de dólares para estar en condiciones de mantener las condiciones mínimas de operación y cumplir con las metas de producción, destacó que tales recursos existen en las arcas de Pemex y señaló la inconveniencia de "seguir creciendo con más deuda".
Incluso si se realizan las reinversiones necesarias, es poco probable que la paraestatal pueda mantener en el futuro próximo un nivel de aportaciones a las arcas públicas tan elevado como el que mantuvo durante el foxismo, periodo en el cual, dicho sea de paso, se administró de manera turbia los excedentes generados por las altas cotizaciones internacionales del crudo. La declinación de los precios en los mercados mundiales y el declive de la producción de Cantarell, de donde se extrae la mitad del petróleo comercializado por Pemex, hacen pensar que en el año presente la paraestatal venderá menos y a menores precios, no por ineficiente sino como consecuencia de la falta de inversión y por las condiciones del mercado.
Sin embargo, en una perspectiva semejante es probable que se incrementen las campañas orientadas a desvirtuar el régimen jurídico de la paraestatal y su condición de empresa nacional, así como a impulsar la privatización parcial o total de la industria petrolera. Tal posibilidad se ve reforzada tanto por la orientación ideológica del actual gobierno y sus alianzas con grupos de interés empresarial como por las presiones procedentes de Estados Unidos, Europa occidental y los organismos financieros internacionales, desde donde se clama por la realización de "reformas estructurales", eufemismo para hablar del desmantelamiento y la venta de las industrias petrolera y eléctrica, aún en poder del Estado. Por añadidura, la desincorporación de Pemex sería, en un contexto de contracción presupuestal derivado de la disminución de recursos fiscales aportados por la entidad, una tentación para hacerse de fondos en el corto plazo, así fuera malbaratando el patrimonio de los mexicanos actuales y de las generaciones futuras. Si se permite que el calderonismo haga con Pemex lo que el zedillismo hizo con los ferrocarriles, el país quedará en una circunstancia de desamparo financiero como no la ha habido desde el siglo XIX y se pondrá en serio peligro su viabilidad.
Ante este panorama ominoso, es claro que la solución adecuada pasa, en primer término, por una reorientación de la política fiscal. Lo procedente no es aplicar el impuesto al valor agregado a alimentos y medicinas, sino gravar las utilidades de los grandes capitales y evitar exenciones legales, pero escandalosas, como la que se concedió el sexenio pasado en el proceso de compraventa de Banamex. El propio José Angel Gurría, actual presidente de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) y ex secretario de Hacienda, concedió que, quitando los ingresos petroleros, el país tiene uno de los niveles de recaudación más bajos del mundo, situación de la que el propio declarante es, por cierto, parcialmente responsable. Tal reorientación daría a la administración pública recursos adicionales que permitirían, a su vez, aliviar la asfixiante presión fiscal sobre Pemex. Además, la empresa debe ser colocada en un régimen de plena autonomía administrativa que le permita reinvertir parte de sus ingresos y transferir los restantes al erario, no en forma de impuestos sino como utilidad.
Tal vez en meses y años próximos la población deba movilizarse, una vez más, en defensa de su industria petrolera, así sea para que las generaciones venideras no tengan que repetir la hazaña de Lázaro Cárdenas.
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