Silvia Ribeiro*
Una de las muestras más claras de lógicas perversas globales es el empuje que desde gobiernos y trasnacionales se da a la producción industrial de agrocombustibles, principalmente etanol y biodiesel. La mayoría de los enunciados en esta campaña -mediática, política y subsidiada con recursos públicos- son falsos. Lo que sí es verdad es que el capitalismo aprovecha los desastres que provoca para generar nuevos negocios. Y como éstos generan nuevos desastres, entonces habrá nuevos negocios.
Presentan los agrocombustibles como una alternativa ambientalmente amigable, frente a los efectos del calentamiento global y el consecuente cambio climático -que es un desastre auténtico y una amenaza seria para los pueblos y los ecosistemas, principalmente para campesinos, pescadores artesanales y pastores, es decir, los que proveen al mundo de la mayor parte de los alimentos y son al mismo tiempo los más desposeídos del planeta.
Pero aunque existe debate al respecto, las cifras de eficiencia de tales combustibles no son halagüeñas. Según David Pimentel y Tad Patzek, de la Universidad de Cornell y de California en Berkeley, respectivamente, por cada unidad de energía fósil usada en la producción de agrocombustibles, el retorno es de 0.778 en el caso de metanol de maíz, 0.636 en el etanol de madera y 0.534 en biodiesel de soya. O sea, el balance es negativo. En lugar de aliviar el problema ¡lo aumenta! El cálculo se basa en la cantidad de insumos que son necesarios para la producción industrial de agrocombustibles, incluyendo cultivo y procesado.
Quienes promueven los agrocombustibles se han dedicado a denostar estos estudios, pero pese a cálculos alegres de otros investigadores, la ganancia neta de energía no mejora considerablemente. Pero ni en estos estudios ni en los de Pimentel y Patzek se incluyen los altos costos ambientales y sociales, producto de la erosión y contaminación de suelos, el aumento de uso de agua -un recurso ya en crisis y disputa-, la pérdida de biodiversidad por el avance de la frontera agrícola sobre áreas naturales y ecosistemas únicos, y la disputa de tierras que en lugar de producir alimentos se usan para alimentar autos.
En el caso de Brasil, donde la eficiencia del etanol producido a partir de caña de azúcar aparenta dar mejores resultados, se oculta el dato brutal, denunciado por Vía Campesina, el Grito de los Excluidos y otros movimientos sociales de ese país, de que la producción de caña de azúcar, desde la Conquista se basa en trabajo esclavo y ahora semiesclavo, en condiciones laborales deplorables, a las que se agrega la devastación ambiental producida por los grandes monocultivos y las refinerías.
Sin embargo, Estados Unidos y Europa han adoptado regulaciones para que se tenga que incluir porcentajes de agrocombustibles en el consumo de sus automóviles en el curso de la próxima década. El G8 solicitó al Banco Mundial que abriera créditos para apuntalar el desarrollo de este tipo de cultivos en los países del sur, lo cual ha hecho. De una primera ojeada podría ser difícil entender por qué se empuja este tipo de producción, cuando los datos de su eficiencia son tan controvertidos, y además no existen en los países industriales tierras disponibles para ello.
Un conjunto de razones explican este "negocio redondo". Los inversores son la gran industria automovilística y petrolera -las mayores empresas del planeta-, junto a las trasnacionales que controlan el monopolio de la distribución de cereales y las que dominan el sector de semillas y agrotóxicos, que son las mismas que producen transgénicos.
Como explica el economista Andrés Barreda, de la Universidad Nacional Autónoma de México, la industria automovilística tiene una sobreproducción anual. Existen mil millones de autos en el planeta -con una población de 6 mil 600 millones de personas. Se producen cerca de 80 millones de nuevos autos cada año, pero el consumo es poco más de 60 millones. Esta poderosísima industria, que está entre las más grandes del planeta y es la causante principal del calentamiento global, vio ahora una oportunidad excelente de aumentar sus ventas. Con la obligatoriedad de incorporar una mezcla de agrocombustibles en la gasolina debido a las nuevas regulaciones -o la transformación de hecho de los proveedores- los automóviles deberán ser necesariamente cambiados por otros que se adapten a ello.
Con los porcentajes que han decidido los gobiernos, los agrocombustibles no competirán con la gasolina, pero las petroleras están en el negocio para controlar también este insumo, utilizando sus mismas redes y en connivencia con la industria automotriz.
Por su parte, las grandes cerealeras avizoran excelentes negocios: ADM ya controla 30 por ciento del mercado de etanol en Estados Unidos, mientras que Cargill y Bunge buscan consolidarse en los mercados latinoamericanos. Las trasnacionales de semillas y agrotóxicos, que son las mismas que nos han castigado con los transgénicos, ya están ganando con el nuevo impulso agrícola, pero, además, ellas aprovechan que actualmente los agrocombustibles no son eficientes, y están todas desarrollando cultivos transgénicos que prometen serán más efectivos. Aunque en el camino dejen de ser comestibles y provoquen desastres de contaminación.
Muchos gobiernos del sur avanzan en introducir legislaciones que posibiliten la conversión a la producción y consumo de agrocombustibles -en muchos casos subsidiados con préstamos que van a engrosar las deudas externas y por tanto pagamos todos-, toma nuevo impulso la producción para exportación en desmedro de la producción agrícola diversificada de pequeña escala y para la soberanía alimentaria.
Y todo esto, afirman los contaminadores, es una solución ambientalmente amigable
*Investigadora de Grupo ETC
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