Luis Linares Zapata
Es similar al provinciano antecedente del porfiriato que controlaba en unas cuantas manos gran parte de la tierra y sus rentas. Es, también como aquélla, un retrato fiel de su naturaleza: parasitaria del poder público. No acepta la menor competencia. Influye y presiona a cuanto legislador se deje para que la cubra con un marco regulador y se prolonga hasta tocar, con sus largos y abultados intereses, a jueces, notarios, gobernantes locales o policías, en intransigente búsqueda de un manto protector que la resguarde de la más pequeña de las molestias.
En fin, las oligarquías son réplicas de sus antecesores de tristes recuerdos en la historia patria. Lo grave, sin embargo, es que la mexicana no se distingue por ser un motor que impulse el desarrollo de la fábrica del país. Se rehúsa, con ahínco notable, ante cualquier afectación al cuadro establecido de valores y no alienta cambios en las costumbres colectivas con el ánimo de colaborar en la maduración de la sociedad.
Por el contrario, sus integrantes son, en su casi totalidad, los que han escamoteado los requisitos que un crecimiento acelerado impone como necesarios, tales como enterar, con justicia y pulcritud, su contribución impositiva. Pero, sobre todo, obstaculiza, con todo el masivo poder que la caracteriza, el desenvolvimiento de la vida democrática de la nación.
La oligarquía mexicana se distingue, para mal, de otras que se han formado en distintos países. Ante ellas exhibe, sin pudor alguno, sus limitantes: la ignorancia grosera que le acompaña, su voracidad o el compulsivo desplante para exhibir riquezas. Se puede, a guisa de ejemplo, pasar revista de algunas de sus contrapartes para sacar moralejas o conclusiones.
En la oligarquía japonesa, bien atrincherada tras sus formidables empresas de punta, se observa una clase dirigente que da muestras de coordinar esfuerzos con todos los sectores involucrados en los procesos productivos. Para ello se vale de método, constancia solidaria y discreción. El contraste que se le impone a la versión oligárquica nacional con las elites nórdicas que radican su continuidad y progreso en una sociedad igualitaria y abierta, salta a la vista por sus efectos en la justicia distributiva. En todos los casos de elites mencionados arriba se encuentran constantes compartidas, que son verdaderos reactivos del cambio y el progreso: la confianza popular, el uso masivo de recursos para satisfacer necesidades, el decidido impulso a la investigación científica y el perfeccionamiento educativo de sus respectivas poblaciones, arraigadas vocaciones de alto contraste y quiebre con la oligarquía local.
La estadunidense, que lleva consigo el germen del ánimo imperial, acarrea dentro de sí misma tanto penas impuestas a los demás como tragedias para los suyos, puede ser otro referente obligado. La oligarquía que dirige al vecino del norte ha formado todo un formidable aparato que puede competir con el resto del mundo en sus variadas manifestaciones: industriales, financieras, culturales, de entretenimiento, comerciales, populares o artísticas. Para ello se bifurca, reproduciéndose, por todos esos ámbitos en amplios conjuntos directivos que le dan solidez, talento y capacidad de preparación para el futuro.
Los oligarcas locales son, lo vienen mostrando cada vez con mayor rigor estudios y auditorías, un conjunto de hombres (abrumadora mayoría) y mujeres que no atisban con perspectiva lejana lo que la sociedad requiere, lo que exigen las organizaciones puestas a su mando para avanzar y transformarse. Reúne, esta versión autóctona de las oligarquías, actores prepotentes, de corta mirada y de rústica imitación de lo visto, oído y desechado en otras partes. No ha fundado instituciones de avanzada, de esas que procrean nuevas formas de pensar, de actuar, de interrelacionarse con los demás. Siempre está pendiente del poder público no para templarlo, para financiar con amplitud sus urgencias y obras, sino para montarse sobre él, escatimarle recursos, para desviarlo de sus deberes o imponer sus condiciones.
Los resultados de la oligarquía mexicana son magros en cuanto a construir imperios se refiere y, cuando, como por estos días, alguno de sus destacados miembros lo intentan, siempre recurren a ventajas desleales, abusan de su dominancia en el mercado interno o se financian con abusivos controles monopólicos. Usan, con frecuencia continua, las masivas prerrogativas fiscales y demás protecciones indebidas para imponerse a la competencia externa. Pocos de sus integrantes, bien contados con los dedos, pueden vanagloriarse de haber levantado grandes negocios fincados en la propia inventiva, separados del poder público para llevar a cabo su aventura empresarial. Sus contribuciones para el mejoramiento de vida en común o para cimentar una positiva o emprendedora visión del mundo, son escasas.
Pero mucho de ese mundo de privilegios comienza a desajustarse, a dar paso a una mayor vigilancia social, a plantear alternativas que pueden trastocar al menos parte sustantiva de la oligarquía mexicana.
Su pasada intervención, contrariando de manera flagrante la vida democrática del país, fue uno de sus excesos que, paso a paso, va mostrando sus nocivos efectos. Ayudó a socavar las instituciones electorales que se habían edificado después de un dilatado periodo de atropellos y faltas flagrantes a la soberanía popular. Es causa eficiente, irresponsable, de la cruda y profunda división del país y de la pérdida de confianza en cruciales instituciones, pues las envilecieron con sus trampas, abusos e impunidad.
Pero la inevitable circulación de datos, de denuncias informadas, de proyectos alternos, de ofertas políticas socializadoras, de estudios sobre su conducta, la van desnudando frente a la ciudadanía. De continuar con su actitud retardataria y hasta criminal la oligarquía hará que se le pierda el poco respeto que, con dificultades crecientes, conserva aún entre los grupos más conservadores de la sociedad.
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