Luis Linares Zapata
Desde antes de asumir la formalidad gubernamental, Calderón ya había optado por materializar una inaugural pretensión: robustecer su debilitada legitimidad con espectaculares acciones de fuerza. Y desde los primeros días de su administración compartió posturas con sus esquemáticos asesores que lo incitaban a proyectar la imagen de un político que hace uso de sus plenas capacidades ejecutivas. La estrategia fue de gran riesgo y las semanas y meses siguientes le han aplacado su impacto inicial. Debajo de las movilizaciones espectaculares subyace una gama de fragilidades y la sustancia de fondo requiere múltiples apoyos adicionales para hacerla efectiva. Calderón y sus asociados de bolsillo equivocaron términos y tiempos de la confrontación con el único grupo fáctico que no lo respaldó en la ruta para hacerse de la Presidencia a como diera lugar: el crimen organizado alrededor del narcotráfico y actividades ilegales conexas.
Lanzar al ejército contra los traficantes de drogas fue la decisión inequívoca, tajante del panista. En ello recargaron, tanto Felipe como sus interesados compañeros de aventura, sus esperanzas de alivio al tiempo que comprometían sus haberes políticos, que son bastante limitados. No se diseñaron alternativas ni acompañamientos. Tal esfuerzo no incluyó la gama inmensa de mecanismos que pudieran dar, a esa lucha frontal y callejera, las ventajas que una planeada confrontación pudiera acercarle para triunfar o, al menos, paliar los costos de semejante embestida. El ejército, depositario de la violencia legítima, ocupó plazas y calles, cerros y poblados enteros para mostrar su músculo en un intento por recuperar el terreno que los delincuentes habían ocupado tras los dilatados años de convivencia, errores y desidia gubernamental, en especial durante los seis del ranchero rencoroso que expulsó al PRI de algunos enclaves de poder.
Desde el inicio se vio que semejante estrategia de combate a la delincuencia adolecía de muchas fallas. En especial de su motivación primaria que actúa a la manera de propósito medular en esta batalla en pleno proceso. Aún ahora que la sociedad se amanece diariamente con horrendas cifras de ejecutados y desespera ante la incomprensión de métodos y objetivos, es cuando los rendimientos iniciales que Calderón obtuvo, se empiezan a nublar y los apoyos decrecen con el paso de horas plagadas de incertidumbre y desasosiego crecientes. Ahora que las incógnitas atosigan a los más enterados, que la crítica ha profundizado en las muchas interrogantes que sobresalen a borbotones por la serie de sucesos incomprensibles, ahora que las muertes ya se cuentan por miles, que la impunidad es la regla y mucho de lo que sucede camina en sentido opuesto a lo ofrecido, es cuando los aliados de Calderón titubean y buscan cuidar sus propios intereses. Ahora, tras apenas un semestre del superdifundido asalto al narcotráfico, es cuando el programa completo requiere de urgente reparación, de auxilios que lo aten, que le den perspectiva para su continuidad. Mucho está en riesgo, la misma credibilidad y confianza en la fuerza federal empieza a sospecharse endeble, sujeta a manipulación por un grupo que se hizo indebidamente de los cargos públicos. Pero, sobre todo, carente de la base de sustentación para que el deber primigenio del Estado asegure al cuerpo social y la convivencia sea cierta y continuada.
En el centro de las preocupaciones ciudadanas surge una causa eficiente de lo que ya aparece como un desaguisado inmenso: la búsqueda de afianzar una simple imagen de Ejecutivo al mando de los asuntos públicos. Una triste, desesperada búsqueda de reconocimiento se va dibujando ante los atónitos ojos de tirios y troyanos en esta debacle que nadie se merece, menos la seguridad individual, la colectiva de la sociedad, la nacional del Estado que exige el sometimiento, el exterminio del crimen organizado.
El ejército no puede solo con el paquete, que ya no es, únicamente, el de la seguridad, sino que toca vitales aspectos de la vida organizada: afianzar la gobernabilidad, impedir el quiebre institucional, que se adivina posible; solidificar la integridad nacional en riesgo. El ejército requiere de otras fuerzas que se han despreciado y dejadas a su suerte: la de las policías estatales y municipales. De cuerpos policiacos bien organizados y preparados, con constante capacitación y auxilio tecnológico, con el armamento que les dé ventajas comparativas o con los utensilios logísticos que tales tareas hacen indispensables para someter al narcotráfico al imperio de la ley.
No es conveniente seguir observando la profunda indefensión municipal, fruto de la disparidad creciente, de la terrible injusticia distributiva que corroe a México. La precariedad de las pequeñas localidades impacta la posibilidad de funcionar debidamente frente a desalmados sicarios, frente a grupos de maleantes que se pasean y someten a regiones enteras a su actividad ilegal. Aun las grandes ciudades sufren para imponer orden, para reprimir al infractor, castigar al criminal y restituir derechos conculcados. ¿Dónde están las normas precisas, los banqueros públicos que detengan el lavado de dinero, piedra angular del narcotráfico? ¿Quiénes proporcionarán los sistemas de vigilancia, de alerta, de monitoreo para recabar pruebas y fotografiar delincuentes? ¿O se seguirán viendo cabezas cortadas, informadores desaparecidos, atentados contra militares, asesinatos notables impunes, ejecuciones a plena luz del día en puertos como Acapulco, que adolece de una primitiva planeación urbana, irrisoriamente fácil de monitorear? ¿Quién lleva el registro pormenorizado de las camionetas de doble tracción, las de 8 cilindros, las de vidrios polarizados o las blindadas desde las cuales se dispara y con las que desaparecen sin dejar rastro los asesinos? Simples preguntas al margen de los despliegues ostentosos de carros artillados del ejército y patrullajes momentáneos.
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