Carlos Fazio
El gobierno espurio de Felipe Calderón está empeñado en construir un Estado autoritario, más subordinado y dependiente de Estados Unidos, donde las fuerzas armadas y los organismos de seguridad jueguen un papel clave. El nuevo modelo de Estado contrainsurgente cuenta con el aval de los poderes fácticos y el capital financiero, articulados en la coyuntura por una lógica de Estado.
En el marco de una campaña de propaganda mediática de gran envergadura, en los últimos días Calderón ha estado convocando a la ciudadanía a sumarse a "su" guerra. Con un discurso centrado en la violencia, en nombre de "la patria", está llamando a "los mexicanos" a "formar un solo frente contra los enemigos de México". Su intención es imbuir a la sociedad civil de su lógica belicista y arrancar el apoyo a soluciones de fuerza. Tal pareciera que Calderón ha decidido cancelar los caminos de la lucha civil pacífica y ha optado por confrontar a los movimientos sociales en las calles y en las cárceles.
Para ello ha instruido la formación de una nueva fuerza de despliegue rápido, denominada Cuerpo Especial de Fuerzas de Apoyo Federal del Ejército y la Fuerza Aérea Mexicanos (ver decreto publicado en el Diario Oficial de la Federación el 9 de mayo de 2007), cuya misión anticonstitucional, entre otras, serán "diversas tareas" de "seguridad interna", incluido "el manejo de situaciones críticas de perturbación o alteración de la paz social y seguridad pública". La nueva encomienda viene a modificar el carácter de la institución armada, convirtiéndola en lo que bien puede calificarse de "ejército de ocupación" en su propio país.
Se puede deducir que en materia de "seguridad pública" la misión fundamental del nuevo cuerpo militar especializado será enfrentar líderes y grupos sociales inconformes catalogados según la lógica guerrerista del "enemigo interno". Es decir, se tratará de impedir toda muestra de descontento y, sobre todo, imposibilitar por vía de la fuerza, la tortura y el terror (como ha venido comprobándose en la práctica en Atenco, Oaxaca, Guerrero y Michoacán) cualquier cambio, por mínimo que sea, en la estructura social de la nación. En esa lógica, y dado que se trata de una "guerra" (según persiste en calificarla Calderón), el "enemigo" no está afuera, sino en el interior del país, y es fácilmente identificado como la "antipatria" o el "elemento subversivo" al que hay que aniquilar.
En ese contexto, la sentencia dictada por el juez Alfredo Blas, de Toluca, el 5 de mayo, quien mediante la fabricación del delito de "secuestro equiparado" condenó a 67 años de prisión a los luchadores sociales Ignacio del Valle, Felipe Alvarez y Héctor Galindo, del Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra de San Salvador Atenco, no sólo constituye un acto de venganza, escarmiento y sevicia judicial, sino que desnuda la naturaleza fascistoide del régimen de facto encabezado por Calderón y sus aliados.
La sentencia dejó firme una lectura jurídica sobre las formas de la protesta social y sentó los lineamientos para el futuro. Pero además, la medida desnuda el renovado papel del Poder Judicial, que avanza sobre el terreno social para reducir la protesta ciudadana a un tema de legalidad, con la pretensión de desalentar cualquier abordaje centrado en el conflicto. Como ha ocurrido antes en la historia de México, la sanción legal busca desplazar lo político, y ejercer su poder normativo reforzando el supuesto carácter abstracto e imparcial del precepto jurídico.
Esa "purificación" de la esfera judicial puede entenderse como una "fetichización" de la ley, que refleja cómo una autonomización creciente de lo político exige transformar el conflicto social en mero litigio jurídico. Por ello que vez que lo social se politiza aparecen voces que denuncian el supuesto ataque a las "instituciones"y al "Estado de derecho" y llaman a defender la "Patria" y consensos políticos fundacionales como la "mexicanidad". Las reivindicaciones políticas devienen así actos delincuenciales o "subversivos", la denuncia se convierte en "apología del delito", y la movilización social en "motín", "asonada" o "rebelión".
Por la vía de criminalizar la protesta y transformar una acción política en delito penal, equiparando a manifestantes y luchadores políticos y gremiales con narcotraficantes, secuestradores o terroristas, la renovada justicia represora pasa a ser un elemento de control y disciplinamiento social que intenta impedir el avance de las organizaciones populares que se oponen a la lógica del pensamiento único neoliberal. El castigo de la rebeldía busca reducir a los actores sociales a meros espectadores y fijar sus acciones en los estrechos límites que marcan los ejecutores de la ley, muchos de los cuales son los fiscales de la impunidad del antiguo régimen priísta y el continuismo foxista-calderonista.
Es evidente que hay jueces que están haciendo política y persiguen a los que protestan. Eso entraña un mensaje represivo, pero también podría interpretarse como un intento por presionar al gobierno surgido de un fraude para que vire aún más a la derecha. En ese marco, el binomio formado por una institución armada convertida en Ejército de ocupación en su propio país y jueces políticos que actúan de consuno con los militares contra un "enemigo interno", en un escenario de violencia y caos generalizado a escala nacional, no deja mucho margen para el optimismo.
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