Julio Hernández López
El presidente del partido en el poder ha denunciado que operadores políticos de la Presidencia de la República actuaron en los comicios de Yucatán sin ponerse de acuerdo con los dirigentes panistas. El despechado Manuel Espino señaló como responsable de esa discordancia de ejecutantes a Juan Camilo Mouriño, el caballerito nacido en España que ejerce en la casa presidencial funciones de invasión política similares a las que en su momento practicó Marta Sahagún.
Nadie ha hecho nunca tanto contra Felipe Calderón como Manuel Espino. Resistió cuanto pudo, en alianza con Vicente Fox y la señora Marta, en espera de que un milagro hiciera candidato presidencial al ahora arrepentido Santiago Creel. Luego, cuando el michoacano ganó la postulación, le puso cuanta piedrita pudo a lo largo de la campaña electoral, del periodo previo a la toma de posesión y del ejercicio de gobierno en curso. Ahora, de un golpe, el yunqueto Espino confirma que Los Pinos destina recursos a la intervención en los comicios estatales, que hay grupos presidenciales de acción electoral, que el virtual vicepresidente (Vi-vi, aunque sus amigos le dicen Iván) de la República, Juan Camilo I, ejerce funciones de operador electoral a nombre de su jefe Felipe, y que los pleitos (entre panistas) o las negociaciones de alto nivel (con los tricolores) llevaron al PAN a perder en Yucatán frente al PRI que Calderón necesita para que le apruebe en las cámaras sus anheladas reformas legislativas.
Las acusaciones del cactáceo dirigente nacional del PAN son graves y merecerían que las autoridades encargadas de investigar la presunción de delitos electorales actuaran de inmediato para determinar si el Poder Ejecutivo está contaminando a otros ámbitos de su original circunstancia de ilegalidad e ilegitimidad. Aparte de acusar a Los Pinos de delincuencia electoral, el enojado Manuel Espino ha hecho aún más evidente el desproporcionado poder del joven Mouriño al que el simple afecto de su jefe ha convertido en personaje de primerísimo nivel (burocrático) a pesar de su evidente falta de oficio político y de la sabida vocación por los negocios en combinación con la política que distingue a su familia y a él mismo. Mouriño, como la señora Marta (¿Martiño?), no tiene responsabilidad ante nadie porque no fue elegido por nadie sino designado a partir de una relación personal para ejercer una especie de informal poder paralelo que se expresa en las operaciones políticas supuestamente encubiertas (la compra, con delegaciones federales, de voluntades para integrar el consejo nacional panista, y ahora, según se sabe, la entrega de Yucatán al PRI), en el manejo de fondos públicos (los que ejerce a través de su oficina formal, y de la "vigilancia" de que el erario no se use para fines electorales -juar, juar- que recientemente le encargó el propio Calderón) y en la toma de decisiones políticas directas avaladas por el hecho de ser quien tiene (todo en sentido figurado) la llave privada de acceso al cuarto del poder.
Una posibilidad de que las denuncias de Espino-Fox contra Calderón-Mouriño sean castigadas se daría si la fiscalía para la indagación de delitos electorales entrara en acción. Pero, como se ha explicado aquí en anteriores columnas, Arely Gómez, la encargada de esa fiscalía de la PGR, vive un documentado conflicto de intereses porque forma parte del poder expandido de Televisa que antes controló la Suprema Corte de Justicia de la Nación (Arely fue todopoderosa oficial mayor y secretaria de la presidencia de la Corte con Mariano Azuela) y ahora se encarga de mediatizar las denuncias electorales desde la PGR, con Eduardo Medina Mora, otra pieza del poder de la pantalla.
¿Ni siquiera hay esperanza de justicia cuando el dirigente del mismo partido del Presidente LegaL (PLL) acusa a éste y a uno de sus favoritos de actuar en términos que podrían constituir delitos electorales? No. Porque los órganos de procuración y de impartición de justicia están hechos de complicidades e intereses descarados. Véase, a modo de ilustración, el maridaje explícito de expedientes impunes que se dio el fin de semana durante la boda de la hija de uno de los ministros de la Corte, el chiapaneco Sergio Valls. Entre los invitados más notables estuvieron Carlos Salinas de Gortari y Diego Fernández de Cevallos, a quienes con gran frecuencia se menciona como especializados torcedores de criterios judiciales para beneficio de sus planes y negocios. Otros convidados a Cuernavaca fueron el gobernador Enrique Peña Nieto (héroe de Atenco); el empresario Mario Vázquez Raña; el actual presidente de la Corte, Guillermo Ortiz; su antecesor, Mariano Azuela; el procurador federal Medina Mora y el sacerdote oficiante que, por supuesto, fue Onésimo Cepeda (en esto de las bodas hay de todo: en diciembre del año pasado casó en Puebla una hija del consejero de la Judicatura Federal, Miguel Quiroz Pérez, quien fue diputado federal priísta y es gran amigo del góber precioso, Mario Marín. A la fiesta fueron Sergio Valls y Margarita Luna Ramos, ministros de la Corte que investiga al gobernador de Puebla por el caso de Lydia Cacho, y dos ciudadanos distinguidos... Mario Marín y su secretario particular, Guillermo Deloya Cobián, que había sido consejero de la Judicatura federal).
El ministro Valls tiene otro motivo de fiesta: su hijo Jaime es el candidato a la presidencia de Tuxtla Gutiérrez que el gobernador Juan Sabines (político de cartera fácil) le impuso al PRD, casa ésta de alquileres que en su lista de candidatos a diputaciones plurinominales lleva en cuarto lugar al ex diputado federal priísta Rafael Cevallos Cancino, a quien se ha acusado de financiar al grupo paramilitar llamado Los Chinchulines. En el quinto lugar va Martha Grajales, cuñada de Cevallos y ex esposa de José Antonio Aguilar Bodegas, que fue candidato priísta a gobernador (un chiste local sobre el tema: ¿y qué dice de todo esto Andrés Manuel? ¡Hermano: ni Pío!)
Y, mientras Calderón gasta en su primer año de gobierno casi el doble que Vicente Fox en comunicación social y publicidad, ¡hasta mañana, en esta columna espinosa!
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