León Bendesky
A nadie le gusta pagar impuestos. Por eso se llaman así. Son una imposición del Estado a las personas, ya sea que se constituyan como empresas, o bien, que tengan alguna actividad económica subordinada o independiente, que inviertan o, como ocurre con la mayoría de la gente, que sean consumidores.
En verdad se pueden poner impuestos sobre cualquier cosa, como el número de ventanas que haya en una casa, siempre y cuando quienes tienen que pagarlos lo acepten y los que deben cobrarlos lo hagan efectivamente. Por esa condición inherente de conflicto que entrañan los impuestos es que éstos se evaden o se eluden, y es que hay un entorno de corrupción alrededor del sistema impositivo.
Los impuestos pueden ser una carga directa sobre los ingresos, sean ganancias, salarios, honorarios, o como el IVA, que se paga de manera indirecta cada vez que se compra algo en el mercado. Los impuestos reducen la disponibilidad de dinero y la capacidad de compra de quienes los pagan. Son una transferencia de la sociedad al gobierno, que debería usarlos para crear bienes públicos y ofrecer productos y servicios de buena calidad y a buen precio. La efectividad de esa contraprestación es lo que hace legítima en última instancia la transferencia que significa pagar impuestos. Va, entonces, de por medio la legitimidad política del gobierno y del Estado.
La manera en que se estructuran, se cobran y se administran los impuestos entraña en principio una gran desigualdad en la carga que representan para los distintos grupos de la población. Dicha condición se origina en la muy desigual distribución del ingreso que caracteriza claramente a esta sociedad.
El gobierno mandó al Congreso su propuesta de reforma fiscal, que se centra en el ISR o el ingreso. Esta propuesta expresa una de las convicciones del secretario Carstens, que sostenía de modo pragmático durante su reciente gestión como subdirector gerente del FMI: se refería a que en el campo fiscal debe apuntarse a la reforma que es posible.
Así que debemos suponer que en este caso habrá seguido esa pauta y que la iniciativa que preparó corresponde a lo que es hoy posible en las condiciones políticas del país. Ahora bien, lo que es posible no es obligadamente lo necesario y tampoco lo suficiente; puede ser una restricción.
La reforma tiene un claro objetivo recaudatorio, busca ampliar la base tributaria, tal como lo exige la condición de penuria financiera de las cuentas públicas, que existe incluso en una situación de ausencia de déficit fiscal, tal como se planteó en el presupuesto 2007. Se pretende hacer que paguen impuestos quienes hoy no pagan o no pagan lo que deberían por distintas razones asociadas con el desorden del sistema fiscal (como son los regímenes especiales y los recovecos que se han dejado a propósito y que se aprovechan en la ingeniería financiera de las empresas más grandes).
Con una mayor recaudación se quiere elevar en 2.8 puntos porcentuales su proporción del PIB en el periodo hasta 2012, correspondiendo al gobierno federal 1.9 puntos y a los estados 0.9 puntos. Ese incremento llevaría la recaudación de impuestos a un nivel de 12 puntos del PIB, cifra todavía muy baja con respecto al nivel de desarrollo de esta economía.
La reforma tiene, pues, un aspecto agregado que se asocia con el conjunto de la economía, pero su funcionamiento tiene que ver directamente con las actividades de las empresas y las personas. Para ello se propone incorporar un impuesto denominado Contribución Empresarial de Tasa Unica (CETU), inicialmente al 16 por ciento, que crecería hasta 19. Esta no sustituye al actual ISR de 28 por ciento, sino que se pagaría el que resultase mayor de acuerdo con sus respectivos métodos de cálculo.
La CETU resuelve algunos problemas con un acercamiento lateral, como es el caso el de los regímenes especiales (¿por qué no se eliminan de plano en vez de crear nuevos mecanismos de recaudación?). Pero se abren otros frentes que tienen que ver con el efecto sobre las empresas pequeñas que conforman la mayor parte. Esto proviene de que la CETU apunta a los flujos de liquidez que son esenciales para la supervivencia de las micro, pequeñas y medianas empresas, cuya existencia, por otro lado, se trata de favorecer. Y está el asunto de la siempre complicada oferta de una mayor simplificación contable, pues ahora habrá que hacer dos contabilidades y administrar un nuevo tipo de subsidio al salario.
No se advierte en la iniciativa de Hacienda si habrá un efecto inflacionario derivado del nuevo impuesto; tampoco es explícita con respecto a la dismunición de la dependencia de los impuestos que paga Pemex, ni si la nueva recaudación hará frente a la carga contingente del financiamiento de los sistemas de pensiones.
El Congreso deberá considerar si lo que Hacienda cree posible en la situación política actual del país y las dificultades de legitimación social del gobierno es lo que se necesita para crear las condiciones sostenibles de un mayor crecimiento, el empleo y la productividad. Estas son, al final de cuentas, las fuentes básicas para una mayor recaudación, una mejor asignación del gasto, una tendencia a reducir las desigualdades sociales y regionales y un verdadero saneamiento de las finanzas públicas. Sin eso las medidas tributarias y administrativas sólo seguirán dando, en el mejor de los casos, resultados parciales e insuficientes.
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