Alejandro Nadal
Las balas en Irak silban al ritmo de 57 disparos cada segundo. Datos de la oficina de monitoreo del presupuesto federal estadunidense indican que el número de balas disparadas en "la guerra contra el terror" del señor Bush rebasan los 6 mil millones desde 2002. Hasta la industria de Estados Unidos ha sido incapaz de mantener el ritmo y el ejército ha tenido que recurrir a las importaciones de municiones de Israel.
¿Qué tan efectivo es este alud de plomo? El general Tommy Franks dijo alguna vez que el ejército de Estados Unidos no lleva una contabilidad de cuerpos; sin embargo, el Pentágono sí ha proporcionado cifras de supuestos rebeldes y miembros de Al-Qaeda liquidados por los efectivos estadunidenses. Según esos datos, 20 mil terroristas o insurgentes han sucumbido por la acción del ejército de ocupación en Irak y en Afganistán.
Esto significa que por cada uno de estos muertos se han utilizado 300 mil balas. Definitivamente los enemigos de Estados Unidos en esta guerra son duros de matar. Quizás, después de todo, sería mejor dejarlos vivir.
Y es que a pesar de la avalancha de plomo, las opciones del invasor se agotan en Irak rápidamente. Tarde o temprano tendrá que producirse la retirada de las tropas estadunidenses. La pregunta entonces es quién va a llevar a cabo las negociaciones para alcanzar acuerdos políticos cuando esto suceda.
En Estados Unidos la confusión es total. Tanto republicanos como demócratas sostienen que el retiro de los destacamentos sería el detonador de una guerra abierta entre sunitas, chiítas y hasta kurdos. En el Partido Demócrata esta idea es compartida por los líderes del Congreso, y se maneja también en las campañas de sus principales precandidatos a la presidencia.
Parecería que los más de 100 mil muertos en Irak no fueran suficientes para poder clasificar este conflicto como guerra civil. En la perversión de este razonamiento, las fuerzas de ocupación estadunidenses aparecen como un ejército de salvación que protege las vidas de los iraquíes. En el fondo, todos le hacen el juego al razonamiento neoconservador. Esa fue la apuesta del binomio Bush-Cheney desde el principio: el desorden y el caos en Irak harían muy difícil a los políticos en Washington abogar por el retiro.
En realidad, en Irak se desarrollan dos guerras simultáneas. Una contra el ejército de ocupación y otra entre las diferentes facciones que se disputan el poder. La segunda podría asimilarse a una guerra civil, en la medida en que parece llevarse a cabo entre ciudadanos de la desangrada nación. Con el retiro de las tropas estadunidenses cesaría la primera de estas guerras, y la segunda pasaría a una nueva etapa.
La semana pasada siete organizaciones insurgentes sunitas formaron una alianza política, anticipándose a un eventual retiro de los invasores. Las tres más importantes (las Brigadas Revolucionarias 1920, el grupo Ansar al-Sunna y Hamas Iraquí) señalaron a la prensa en Damasco que planean organizar un congreso que pueda lanzar un frente común para estabilizar el país y frenar la violencia, aunque la primera etapa de este arreglo será la intensificación de la guerra contra la ocupación estadunidense. El siguiente paso consiste en involucrar a las fuerzas del chiíta Moqtada al-Sadr en las conversaciones con miras a un arreglo con su poderoso frente político-militar.
Una cosa sí es evidente, el gobierno títere de al-Maliki es cada vez más impopular y no ofrecerá las bases de una negociación que lograra terminar con el derramamiento de sangre. Washington se aferra a la tesis neoconservadora, porque su objetivo es excluir a todas las fuerzas que no le son incondicionales.
Es cierto que en cuanto la milicia invasora se retirara, las negociaciones muy bien podrían fracasar y la violencia generalizada podría prolongarse durante mucho tiempo. Pero es precisamente aquí donde la clase política de Washington falla miserablemente, pues, en vez de sentar las bases para que dichas negociaciones pudieran prosperar y llevar rápidamente a una estabilización política en Irak, tanto republicanos como demócratas se han encerrado en el razonamiento pueril Bush-Cheney.
En su última obra, La guerra civil, el dramaturgo Henry de Montherlant dice que la guerra civil es la buena guerra, aquella en la que se sabe a quién se mata y por qué hay que matarlo. La feroz ironía de este recuento dramático de la guerra entre Pompeyo y César tiene mucho de verdad, pues en la guerra civil todos se conocen y saben por qué se matan. Para evitar que eso se lleve a cabo en Irak, el único trabajo político que debe realizar Washington debiera ser asegurar que las negociaciones que seguirán al retiro estadunidense, desemboquen efectivamente en acuerdos políticos constructivos y duraderos. Desgraciadamente, nadie en Estados Unidos parece tener los ojos abiertos y a causa de esta ceguera la guerra tendrá que prolongarse.
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