martes, julio 31, 2007

Fondos de pensiones latinoamericanos: el negocio redondo de la banca española

Alberto Montero Soler
Rebelión

Que los fondos acumulados en los sistemas públicos de pensiones constituyen uno de los principales objetivos al que tratan de acceder a toda costa los bancos no es ninguna novedad.

De hecho, en Europa los estudios que tratan de demostrar la inviabilidad financiera de los sistemas públicos de pensiones para justificar con ello su transferencia al sistema privado son tan numerosos como erróneos suelen ser sus diagnósticos.

Es más, en algunos países –como, por ejemplo, España- ya se ha conseguido que los gobernantes asuman como acertado ese pronóstico y, si no avanzan más hacia la privatización del sistema, es porque son conscientes de la impopularidad de la medida y, consecuentemente, del rechazo social al que se enfrentarían.

Para tratar de vencer ese rechazo, el gobierno español no sólo facilita financiación a los mismos investigadores que vienen errando de forma continuada en sus predicciones sino que también favorece fiscalmente la contratación de fondos de pensiones privados de carácter complementario.

El objetivo de esas medidas es evidente y apunta a la consecución de una doble legitimidad que facilite y viabilice socialmente un progresivo proceso de privatización del sistema público de pensiones.

Por un lado, se busca la legitimidad técnica derivada de los resultados que presentan aquéllos que se supone que saben de la cuestión, los tecnócratas, y que, a tal efecto, se encargan de pronosticar continuadamente el carácter insostenible del sistema público en el medio plazo.

Y, por otro lado, se trata de conseguir también la legitimidad popular que confiere el comportamiento de las mayorías: cuanto más personas contraten fondos de pensiones privados se supone que menor será la probabilidad de que todas esas personas estén equivocadas. En ese sentido, la seguridad de cobrar una pensión una vez alcanzada la jubilación pasará por apostar por la solución individual en lugar de presionar políticamente para que las autoridades públicas garanticen colectivamente ese derecho. Las mayorías nunca se equivocan, parece ser el lema, y, por lo tanto, seguir su comportamiento deja de ser síntoma de adocenamiento y se convierte en un comportamiento eficiente.

Tampoco es ninguna novedad que los procesos de privatización de los sistemas públicos de pensiones encontraron un terreno abonado para su implementación en América Latina durante las décadas de los ochenta y noventa. Estos procesos estuvieron avalados desde sus inicios por el Banco Mundial que los convirtió en una de las “condicionalidades” necesarias para otorgar financiación a los países que se la demandaban.

Allí acudieron como aves carroñeras las principales entidades financieras occidentales -y, entre ellas, las españolas- a la búsqueda del preciado botín. La gestión privada se vendió como la panacea frente a la supuesta ineficiencia de la gestión pública. De esa forma, los sistemas de reparto, basados en la solidaridad intergeneracional, fueron masivamente sustituidos por fondos de capitalización privados o por sistemas mixtos que otorgaban un papel preponderante a la gestión privada y, más concretamente, a las empresas administradoras de fondos de pensiones controladas por los grandes emporios financieros.

Evidentemente, el discurso que envolvió todos estos procesos nunca llegó a justificar la privatización sobre la base de los beneficios que conseguirían las instituciones financieras privadas que se hicieran con el negocio sino que, por el contrario, les atribuía una naturaleza cuasi mesiánica: ante la supuesta inviabilidad del sistema a corto plazo y la ineficiencia pública para gestionarlo era necesario transferir sus fondos al sector privado que, mucho más avezado en la rentabilización financiera de los activos, contribuiría de forma decisiva a preservar la seguridad económica de los trabajadores una vez concluida su vida laboral activa.

Sin embargo, y como suele ocurrir cuando la retórica se pone al servicio de los intereses de los poderosos, la realidad ha transcurrido por otros derroteros.

De entrada, al propio Banco Mundial no le ha quedado más remedio que reconocer el fracaso de las reformas de los sistemas de jubilación privados latinoamericanos que el mismo auspició en un polémico informe titulado “Manteniendo la promesa de la Seguridad Social en América Latina” (Keeping the Promise of Social Security en Latin America, 2004). Informe en el que incluso se acaba defendiendo la reconstrucción de los sistemas públicos para universalizar la cobertura ante la constatación de que la gran mayoría de trabajadores ha quedado totalmente excluida del sistema de seguridad social (de hecho, salvando el caso de Chile, el promedio de cobertura del sistema apenas llega al 20%) lo que redundará en el aumento de la pobreza en la vejez en los años venideros.

Pero, además, el Banco Mundial también ha cuestionado la gestión privada de esos fondos y denunciado las excesivas comisiones que han cobrado las administradoras de fondos de pensiones aprovechando su condición de oligopolio.

La prueba palmaria de ello lo encontramos en la venta que acaba de realizar el Banco Santander que se ha desecho de las gestoras de fondos de pensiones que poseía en América Latina en una operación por valor de 950 millones de euros. Venta que le reportará una plusvalía de 600 millones de euros.

Y todo ello a costa de ofrecer un servicio que, a todas luces, ha resultado insuficiente y caro; que ha desatendido las necesidades de quienes no pueden aportar al sistema sin plantearse cuál puede ser su futuro; y que ha contribuido a desvirtuar la esencia de los sistemas de seguridad social, minando la solidaridad intracomunitaria y permitiendo que la incertidumbre, cuando no la miseria cierta, sea el horizonte más probable para la mayor parte de la población cuando la incapacidad le impida continuar en el mercado laboral.

De esta forma, y es aquí donde se encuentra el quid de la cuestión, la supuesta crisis que aquellas reformas vinieron a prevenir ha transmutado su naturaleza. Si entonces fue una crisis financiera cuya virtualidad era invocada por los grandes bancos y refrendada por el Banco Mundial; la próxima será una crisis social de grandes magnitudes que afectará, cómo no, a los más pobres entre los pobres y frente a la que parece que no hay tanto interés por anticiparse como lo hubo en aquel entonces.

Mientras tanto, Botín, presidente del Banco Santander, recoge el ídem y, como siempre, “gana la banca”.

Alberto Montero Soler (amontero@uma.es) es profesor de Economía Política de la Universidad de Málaga y miembro de la Fundación CEPS.

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