Editorial
La huelga iniciada ayer de manera simultánea en yacimientos mineros de Guerrero, Sonora y Zacatecas por las secciones 17, 65 y 201 del Sindicato Nacional de Trabajadores Mineros, Metalúrgicos y Similares de la República Mexicana, en demanda de mejores condiciones laborales, es un recordatorio contundente de que la precaria y lacerante situación que padecen los trabajadores de ese sector no ha cambiado en forma significativa desde el accidente del 19 de febrero del año pasado en Pasta de Conchos, Coahuila, cuando la mezquindad y negligencia de la empresa minera Grupo México y la indolencia de la Secretaría del Trabajo se conjugaron para arrojar un lamentable saldo de 65 obreros muertos en el interior de una mina de carbón.
A raíz de esa tragedia, el gobierno federal, entonces encabezado por Vicente Fox, en vez de consagrarse a resolver las indignantes condiciones de trabajo de los mineros y exigir a empresarios del ramo que cumplieran con las normativas pertinentes de seguridad laboral, emprendió una campaña contra el sindicato minero, mediante la cual desconoció a la dirigencia encabezada por Napoleón Gómez Urrutia y buscó imponer a un líder espurio, Elías Morales, con el inverosímil argumento de que pretendía "defender los derechos de los trabajadores contra dirigentes que los explotan y los manipulan".
En abril del mismo año, los obreros de la siderúrgica Sicartsa, en Michoacán, pertenecientes también a esa organización gremial, habían experimentado en carne propia los primeros desvaríos represivos del foxismo, en aquella ocasión respaldados por elementos de la policía estatal.
Es cierto que la crisis minera que hoy enfrenta el calderonismo es una de las herencias amargas recibidas de su antecesor, pero no debe omitirse que la actual administración no ha hecho nada por revertir el conflicto laboral y sindical en ese sector económico. Hasta la fecha sólo dos de los 65 cadáveres de los mineros fallecidos en Pasta de Conchos han sido recuperados y el resto permanece en el fondo del socavón colapsado, sin que ninguna autoridad haya ejercido presión sobre Grupo México para rescatarlos. Para colmo, los deudos de las víctimas han recibido indemnizaciones muy inferiores a las que les correspondía, toda vez que los mineros estaban inscritos en el Seguro Social con un sueldo tres veces menor al que percibían. Estos datos dan cuenta del desdén de la corporación minera y de la Secretaría del Trabajo hacia los trabajadores y sus familias.
Los altos niveles de desempleo, la carestía y la desintegración del tejido social han permitido a los empresarios del Grupo México, y a muchos otros, reclutar su fuerza laboral a cambio de salarios de hambre, jornadas extenuantes y condiciones de seguridad prácticamente nulas. Ante esta realidad, es responsabilidad del gobierno federal intervenir para mejorar las circunstancias peligrosas y hasta letales en que se desempeñan los trabajadores de esta industria. Sin embargo, el calderonismo carece -como en casi todos los rubros- de una propuesta concreta en materia laboral.
El conflicto minero es sólo un síntoma de lo que ocurre en muchos sectores industriales; es uno más de los barriles de pólvora sobre los que está sentado el Ejecutivo federal y que pueden detonar la ingobernabilidad en un país que, según el discurso oficial, se mantiene en paz, armonía y prosperidad. En ese sentido, no debiera olvidarse que la debacle del porfiriato inició en 1906 con la huelga de Cananea, en Sonora, una de las explotaciones mineras en las que ayer fueron izadas de nueva cuenta las banderas rojinegras.
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