Nils Castro
Intervención en el Seminario internacional “Desafíos de los gobiernos de izquierda y progresistas en América Latina”. 3er. Congreso del PT, São Paulo, 30 de agosto de 2007. Revisado por Caty R.
En la tradición de las izquierdas existe el hábito de hablar del sistema económico y sus efectos sociales pero es menos común examinar el sistema político como una franja específica del acontecer que aquí nos interesa. Éste es un sistema complejo donde no sólo interactúan los partidos y sus liderazgos, sino también instituciones públicas y privadas, grupos sociales, intereses económicos y medios periodísticos, así como factores culturales y subjetivos con motivaciones cambiantes y dinámicas.
Dicho así suena muy complejo. Sin embargo, lo cierto es que los individuos y grupos que participan en la actividad política pronto son capaces de operar dentro de ese sistema y hasta de interpretar y prever muchos de sus comportamientos. Sobre el hecho de que a veces los participantes se equivocan el general Omar Torrijos decía que “en política no hay sorpresas, sino sorprendidos”.
Pero esos sistemas vivos cumplen sus funciones de control y cambios sociales en determinadas circunstancias históricas y al cabo se transforman o agotan. En gran parte de América Latina, no hace mucho tiempo, vivimos transiciones de los sistemas dictatoriales a un nuevo ciclo de democracias liberales que, inicialmente, aliviaron la situación y despertaron grandes ilusiones. Pero enseguida intervino un nuevo fenómeno, la hegemonía neoliberal, que recondujo esas transiciones y defraudó sus expectativas.
El paso de las dictaduras a las democracias fue promovido por luchadores sociales y políticos surgidos de nuestras propias sociedades, pero el neoliberalismo vino como una imposición externa. A que dicha imposición externa se consolidara contribuyó que los procesos democratizadores llegaron acompañados de la vulnerabilidad económica y el endeudamiento externo que dejaron las dictaduras y en medio de un panorama donde el agotamiento del desarrollismo latinoamericano, el colapso soviético y el desconcierto de las izquierdas pusieron todas las cartas en manos de los acreedores foráneos y los organismos financieros internacionales.
A esto se añadió que el fin de la guerra fría no conllevó un nuevo multilateralismo que contribuyera a reconstruir el escenario económico internacional, sino un mundo unipolar que, con la pérdida de los modelos alternativos, facilitó la imposición de un modelo económico adverso para el desarrollo democrático.
La pérdida de autodeterminación y los desastrosos efectos sociales del neoliberalismo resultaron especialmente corrosivos para la democracia liberal. Los gobiernos elegidos democráticamente pronto se redujeron a simples administradores de la crisis de la deuda externa y de las reformas neoliberales, bajo la autoridad de una cuadrilla de tecnócratas por los que nadie había votado.
A la consiguiente deslegitimación del sistema político se sumaron otras consecuencias que hoy caracterizan al sistema político que se engendró de esa forma: no es la democracia que necesitábamos, sino la que nos dejaron tener.
Una de esas consecuencias es que la gestión político-electoral se ha vuelto escandalosamente cara, lo que limita de forma excluyente y sesgada el número y origen de los posibles participantes, estrechando la representatividad. Sólo con mucho dinero se puede competir en las elecciones y acceder a puestos de representación. Esto tiene dos efectos notorios: los candidatos se convierten en rehenes de los grandes donantes y se fomenta la corrupción. Parte de los cargos elegidos ya no representan a sus votantes sino a quienes financiaron las campañas, cuyos fondos -en algunos casos se ha comprobado-, provenían del narcotráfico y otros orígenes indeseables. Por pocos que sean esos casos, es suficiente para desacreditar a todo el sistema.
Otra es el inmenso poder de varios grandes medios de comunicación detentados por algunas familias parentales o financieras. En varios países la gran prensa se convierte en un “estado mayor” de la reacción y puede imponerle al gobierno elegido -ya ni me atrevo a decir “legítimamente elegido”- su propia agenda privada, que muchas veces es la de los grupos derrotados por los electores. Así, quien gobierna no es quien recibió el voto popular, sino los propietarios de los medios que de ese modo imponen unas decisiones ajenas a los electores.
Otra más es el oportunismo que eso conlleva, según cual los partidos progresistas deben irse posicionando hacia el centro del espectro político, renunciando de antemano a partes fundamentales del programa que les dio origen. Al cabo el dirigente político se mira al espejo y ya no puede reconocerse a sí mismo. Con el señuelo de que en el centro el partido encontrará votantes adicionales, éste pierde a sus seguidores originales. Eso incide en la política de alianzas, que lleva a buscar socios en la derecha. Su precio fatal es perder el proyecto y la identidad, lo que luego implica perder tanto la legitimidad como el respeto público. En términos morales, como bien comentó un crítico de esa mala opción, “más vale perder solo que ganar mal acompañado”.
Al final esas cosas acumulan efectos que conducen a un malestar social que empieza por la abstención electoral hasta llegar a rebeliones que acaban por romper el sistema, como hemos visto en Ecuador, Bolivia y Venezuela. En este último país el primer síntoma fue la elección del “chiripero”: un conglomerado de pequeñas agrupaciones políticas derrotó a los dos grandes partidos tradicionales pero, cuando ese conglomerado desaprovechó esa oportunidad para reformar el sistema político, a la postre culminó en la espontánea simpatía popular concitada por el intento de golpe militar, lo que finalmente se tradujo en la inmensa marejada del chavismo.
Así como el sistema político se agota, con él se agotan los partidos que no son capaces de prever y conducir los cambios y transformaciones necesarios. En Venezuela, después de su hegemonía en el panorama político durante más de 50 años, Acción Democrática y el COPEI perdieron sus funciones históricas y han desaparecido. Su caso no es excepcional.
Ciertamente, hoy por hoy no existen perspectivas de asalto revolucionario al poder. Entre otras cosas porque falta elaborar la propuesta alternativa y, con ella, trabajar en la reforma de la cultura política que prevalece. Aquí hemos oído repetidamente exigir a los partidos progresistas que adopten una conducta “antimperialista, antineoliberal y antioligárquica”, aunque todavía no nos han aclarado a favor de qué nueva propuesta se les hace esta demanda. Mientras esto no se haga, esa exigencia solo plantea aspiraciones abstractas, pues no basta ser “anti” sin proponer un proyecto postneoliberal a favor del cual podamos ponernos en “pro”.
Con todo, en la actualidad el repudio social a la situación imperante lleva a los partidos progresistas a ganar elecciones y acceder al gobierno. No al poder, sino al gobierno. Pero esto a su vez demanda convocar a las mayorías populares para realizar reformas sustantivas. Por lo mismo, también es indispensable identificar los objetivos y concretar las correspondientes propuestas.
Aun así hay reformas y reformas. Para cambiar las cosas no bastan aquellas que apenas le ponen paliativos a las amargas consecuencias del subdesarrollo histórico, ahora exacerbadas por el neoliberalismo. Para que ni el partido ni el sistema se agoten sino que se transformen, interesan objetivos y reformas estratégicos encaminados a iniciar otra etapa histórica donde la democratización pueda impulsar un desarrollo capaz de combatir la pobreza, la desigualdad, la exclusión y el atraso.
La situación que reina ha perdido aceptación y debe ser transformada. Para esto, un partido vivo tiene unos papeles que cumplir: promover un proyecto alternativo e incluyente, impulsar condiciones sociales capaces de cambiar la cultura política dominante, incorporar o reincorporar al sistema a los grandes grupos sociales que no participan en el quehacer político o han dejado de hacerlo, crear capacidad de organización popular, para que los sectores más damnificados participen en la solución de sus propios problemas.
Es preciso reformular el sistema antes que el caos venga a remplazarlo. Solo así podrá revitalizarse el proceso democrático.
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