Arnaldo Córdova
A las iglesias no se les puede permitir que, en un Estado laico, hagan política; pero todo mundo sabe que hacen política. Eso merece una explicación: si no fuera pleonástico, debería establecerse claramente que no pueden hacer política “pública”, y sí, es pleonástico, porque la política pertenece al dominio de lo público. Lo que debe quedar claro es que, si bien a las iglesias no se les puede prohibir por entero, por lo menos con la ley en la mano, que realicen actividades políticas, sí se les debe vetar cierto tipo de actividades políticas. Fue una soberana estupidez del Constituyente de 1917 que instituyera que las iglesias no eran “personas morales”. No había modo de establecerlo, sin negar la realidad por decreto, lo que fue una tontería.
El artículo 130 de la Constitución, tal y como salió de la reforma salinista de 1992, no fue de mi agrado por razones que en otra ocasión explicaré; pero no quedó del todo mal. En términos de libertad religiosa, no establece ninguna restricción para que los ciudadanos escojan el culto al que quieren dedicar su devoción (artículo 24). Las restricciones de las que la Iglesia católica ha hecho bandera para reclamar una supuesta libertad religiosa que ha quedado incompleta, sólo establecen que quien quiera dedicarse al ministerio de cualquier culto debe satisfacer los requisitos dados por la ley; que no podrán desempeñar, en cuanto tales, cargos públicos, porque se entiende que han decidido hacer otras cosas menos mundanas y, en consecuencia, podrán votar, pero no ser votados; no podrán intervenir como tales en la política, asociarse con fines políticos, hacer propaganda en favor de candidatos o partidos ni, en sus publicaciones, oponerse a las leyes ni a las instituciones; queda, en fin, prohibida la formación de agrupaciones políticas con denominaciones religiosas. Eso es todo, en esencia.
Es de hacerse notar que el 130, en su actual letra, no se refiere, tocante a las anteriores restricciones, a las iglesias, sino a los ministros de los cultos. A las iglesias, fuera de lo que hacía el texto original, se les reconoce personalidad jurídica plena, lo que quiere decir que, en cuanto tales, como iglesias, se les define para ejercer su ministerio sin restricción alguna. Por eso, de verdad, sorprende que la jerarquía católica de nuestro país ande empeñada en una insidiosa campaña tendiente, según se nos dice, a lograr una “libertad religiosa verdadera de la Iglesia”. Alguien debería decir a los clérigos católicos y a sus abogados que una persona moral es ajena al concepto de libertad, porque ésta es sólo un derecho que corresponde a las personas físicas. Las personas morales se fundan para ciertos propósitos que se comprometen a cumplir y que están fijados en la ley. Fuera de esos propósitos, no pueden hacer nada que no les corresponda. Esos propósitos se refieren a deberes que desde su fundación han aceptado cumplir. Por eso no pueden alegar libertad “plena” para hacer lo que no están autorizadas a hacer. Las iglesias son personas morales, no físicas.
Muy diferente, en cambio, es la situación de los que integran o representan a las personas morales, a condición, empero, de que no involucren su estatus como miembros o representantes de tales personas morales. Stricto sensu, los ministros de los cultos, mientras se ostenten como tales, no pueden meterse en política. Ellos no son como las demás personas y, por lo mismo, no se les puede considerar como ciudadanos comunes. A través del llamado Colegio de Abogados Católicos, los jerarcas de la Iglesia reclaman que se les permita asociarse con fines políticos y que, en reunión pública, actos de culto o de propaganda religiosa o en publicaciones puedan oponerse a las leyes del país o a sus instituciones. Habría que hacerles ver que eso, ni siquiera a los partidos políticos les está permitido. También reclaman que el artículo 24 constitucional permita a los practicantes de un credo manifestar en público y por todos los medios su religión o su creencia. Yo no sabía que alguien tuviera necesidad de andarle diciendo a los demás, en público o en privado, cuál es su religión y en qué cree. ¿Por qué tales exigencias?
Tal vez para aclararlo haya necesidad de varias entregas. Pero vayamos por puntos. Por supuesto que los ministros de las iglesias, en lo personal, pueden hacer política y declararse sobre los asuntos públicos, pero a condición de que dejen de lado su investidura. Se me podrá argumentar que eso es imposible. No lo es. Para eso está la ley, aunque falten órganos de vigilancia que la hagan efectiva y sanciones claras para los infractores. Si Onésimo Cepeda o Norberto Rivera publicaran un artículo con su firma (suponiendo que fueren capaces de hacerlo), nadie se los podría objetar; pero deberían hacerlo sin ostentar sus títulos ni su autoridad como prelados de la Iglesia. Lo que ellos hacen, en realidad, es hablar como obispos y aprovechar sus dignidades para dar fuerza a sus argumentos. Si la ley es igual para todos, ellos deberían comprender que no cumplen con ella si así lo hacen. Todo mundo sabe que un párroco de barrio tiene mayor influencia sobre sus feligreses que cualquier partido o candidato. ¿Es mucho pedir que los ministros se dediquen sólo a su ministerio y no se metan en lo demás?
Rivera Carrera acaba de declarar que “la libertad de expresión y de reunión o asociación es una garantía que brinda la Constitución a todos los mexicanos, y prohibir ese derecho a un ministro de culto, por el solo hecho de serlo, constituye una clara discriminación por motivos religiosos”. También dijo que los ministros buscan acercar a los hombres a Dios y buscar la salvación eterna y, por ello, deben decir cuándo un partido político, con sus principios y sus plataformas electorales, atenta contra los valores cristianos y el Evangelio, poniendo en peligro la salvación espiritual de los fieles. Eso, agregó, no es una intromisión política, sino una “misión profética”. ¿Qué dirían los fundamentalistas musulmanes de semejante postura? Probablemente, que Osama Bin Laden podría suscribirla. Evitar que la religión se meta en política, para el cardenal metropolitano, significa violar los derechos humanos de los ministros, convertirlos en ciudadanos de segunda y víctimas de una “incomprensible” discriminación religiosa.
En suma, lo que los jerarcas católicos quieren es que les permitamos decidir cómo debe hacerse política en México y que hagamos de nuestro Estado un reino de Dios sobre la tierra. Si de verdad quieren eso, tienen una opción muy clara: que dejen de ser ministros de culto, formen un partido y luchen en la arena política por lo que desean, pero políticamente, no religiosamente, pues, según los evangelios, para eso el Salvador no los autorizó. Tal vez Alá, pero no Cristo.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario