Jorge Camil
¿Qué diablos es la partidocracia: usted lo sabe? La respuesta fácil es que se trata de un gobierno de partidos políticos. Pero eso no resuelve el problema, porque el segundo paso sería identificar al beneficiario de este singular sistema de gobierno: ¿es el pueblo o son los propios partidos políticos? Porque si es lo segundo estamos fritos, especialmente en un país como el nuestro. ¡Imagínese!, rodeados como estamos de partidos grandes, medianos y pequeños, y hasta partidos familiares organizados para lucrar: ¿quién manda? ¿Quién obedece? ¿Cómo se ponen de acuerdo?
Aristóteles, que estudió las formas de gobierno, reconoció entre las preferibles a la monarquía, la aristocracia y la república constitucional. (Usted perdone, pero como en la antigua Grecia no había partidos políticos el discípulo de Platón no incluyó a la “partidocracia”. Ésa se nos ocurrió siglos después a los mexicanos.) Entre las formas menos deseables, que son perversiones de las primeras, Aristóteles alineó a la tiranía, la oligarquía y nuestra trillada democracia. Sí, no se asombre, el autor de La política, al igual que Winston Churchill, no consideraba a la democracia como la mejor forma de gobierno. Recomendaba que en un mundo ideal rigiera un monarca sabio y bondadoso. Pero como los mundos ideales sólo se dan en los cuentos de hadas y los monarcas bondadosos son difíciles de encontrar (ahí tiene a Juan Carlos y su iracundo “¿por qué no te callas?”), Aristóteles, siempre visionario, concibió como segunda opción una aristocracia inteligente y solidaria que gobernara para el pueblo.
Pero las aristocracias nunca son inteligentes y siempre tienden a convertirse en oligarquías, por eso sugirió, anclado en el realismo, la república constitucional: una forma verosímil, en la que se funden en santa paz gobernantes y gobernados bajo el imperio de la ley. Nosotros, aunque no lo conocemos, lo llamamos Estado de derecho, y los ingleses the rule of law (gobierno de la ley). Esta forma de gobierno era siempre preferible al poder avasallador e impredecible de las mayorías, que no es más que nuestra bendita democracia, a la que todos aspiramos gracias a Abraham Lincoln, que imploró que jamás desapareciera de la faz de la tierra el “gobierno del pueblo, por el pueblo, para el pueblo”; y también a George W. Bush, con el cuento de las supuestas bendiciones que derraman su falaz democracia, su bipartidismo y la “libertad estilo Guantánamo”.
¿Pero qué es, entonces, la partidocracia? No es democracia, puesto que nadie eligió como tales a los partidos políticos que nos gobiernan. Tampoco es monarquía, salvo que estemos dispuestos a coronar a Beltrones, Navarrete y Creel reyes de San Lázaro. Así que quítese de cuentos, la partidocracia es, como la aristocracia, el gobierno de unos cuantos. Pero como nadie en su sano juicio se atrevería a insinuar que nuestros honorables legisladores y dirigentes partidistas son precisamente “aristócratas”, debemos concluir que constituyen una oligarquía: el gobierno de unos cuantos que rigen en beneficio propio.
Al final del día la partidocracia, desmenuzada a la luz del filtro aristotélico, es una de las peores formas de gobierno: ¡un paso antes de la tiranía! Y eso es lo que muestran los resultados. Un país en estado caótico, gobernado por partidos que secuestraron a uno de los poderes de la Unión, el Poder Legislativo, para gobernar y chantajear a su antojo; para controlar a los otros dos poderes y mantenerlos a raya. El Presidente no puede moverse sin la anuencia de los partidos (en cuyas garras continúa atrapado como cordero lechal el éxito de su administración), y las sentencias de la Corte en asuntos de importancia nacional comienzan a mostrar indicios de alianzas partidistas. (Así lo manifiesta la lamentable sentencia en el caso de Lydia Cacho: un churrigueresco fallo judicial que despide el mal olor de acuerdos que le permitieron al PRI mantener a uno de los suyos en el poder, y al partido del Presidente continuar realizando las reformas prometidas.) ¿Eso es gobernar? ¡No! Es partidocracia.
Desapareció la ideología, murieron las propuestas, se desvanecieron las diferencias entre izquierdas y derechas. Todo es coyuntural: qué me das, y qué te doy. Qué necesitas de mí, y qué requiero de ti. Un gobierno de toma y daca. La república del cambalache. Un mercado en el que todo se ofrece al mejor postor. El partido del Presidente se hace de la vista gorda con los gobernadores de Puebla y Oaxaca, y el PRI, convertido en el flanco más o menos izquierdo del PAN, aprueba una reforma judicial que viola las garantías individuales y desconoce 100 años de vida constitucional, pero que le permite al Presidente cumplir acuerdos con el amigo Bush. Los partidos perdedores defenestran al IFE, y el partido ganador tolera un sustituto nebuloso que calificará la elección de 2012. Ya veremos entonces cuál será la moneda de cambio. Escribo de política en vísperas de Año Nuevo recordando a Paco Umbral: “la política es nuestro futbol, porque arreglar no vamos a arreglar nada”. Así que diviértase.
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