Raúl Zibechi
Fue un año de tránsito, sin grandes acciones de los movimientos, pautado por la lenta recomposición de fuerzas y la afirmación de la autonomía respecto de los gobiernos progresistas y de izquierda. 2007 fue, en efecto, un año en el que los movimientos debieron moverse en un doble escenario: la consolidación de una segunda y nueva oleada neoliberal (centrada en las commodities) y una relación de fuerzas regional en la que los gobiernos “progresistas” juegan un papel relevante.
Si no hubo movilizaciones de envergadura, los debates en el interior de los movimientos y en sus entornos inmediatos ganaron en riqueza y profundidad. Sin embargo, la inexistencia de temas comunes, como fue la resistencia al ALCA, no facilitaron las convergencias ni el establecimiento de agendas comunes. En suma, hubo avances, aunque de escasa visibilidad.
En Perú, los movimientos salen del largo letargo en que los sumieron la guerra sucia entre las fuerzas armadas y Sendero Luminoso y el régimen represivo de Fujimori. Las comunidades afectadas por la minería y los cocaleros fueron dos activos actores que prometen jugar papel destacado en el país andino en los próximos años, junto al combativo gremio magisterial. En Chile, de la mano del pueblo mapuche, de los estudiantes y sectores obreros, se registra un relanzamiento de la lucha social en el que participan sectores urbanos afectados por la puesta en marcha del nuevo sistema de transporte público, el Transantiago. En ambos países los movimientos parecen estar saliendo del largo reflujo por el que avanzaron las políticas neoliberales, con la particularidad de que en Chile la acción social enfrenta con vigor y ciertas dificultades a un gobierno que se reclama progresista.
En otros países, amplias franjas de los movimientos han logrado sortear las tentaciones de la cooptación estatal. En Argentina y Uruguay, las principales fuerzas sociales vienen afirmando su autonomía pese a los intentos, sobre todo en el primer caso, por domesticar e integrar a una parte de las dirigencias. Además de haber afirmado su autonomía, como en los casos anteriores, el Movimiento Sin Tierra de Brasil comenzó un importante resposicionamiento que lo lleva a enfrentar uno de los efectos de la segunda oleada neoliberal: los monocultivos de soya y caña de azúcar, y la ambiciosa política de agrocombustibles del gobierno de Lula.
En Paraguay la larga resistencia campesina parece haber abierto una grieta en el rígido sistema político hegemonizado por el Partido Colorado. El avance político y electoral de las fuerzas antineoliberales, aun en el caso de que moseñor Lugo no consiga vencer en las próximas elecciones, tendrá enorme influencia en el escenario paraguayo. En Colombia, los movimientos siguen sufriendo los efectos de la guerra, pero en las grandes ciudades están comenzando a generar nuevas capacidades de resistencia y alternativa al gobierno de Álvaro Uribe.
El caso de Venezuela muestra que los temores de que los movimientos que representan a los sectores populares se sometieran a las políticas del gobierno, eran demasiado simplistas. El resultado del reciente referendo constitucional evidencia que en los barrios populares el apoyo al proceso boliviariano no ha menguado, pero eso no quiere decir que hayan firmado un cheque en blanco al presidente. Fue justamente en esos barrios, los que protagonizaron el Caracazo en 1989 y la resistencia al golpe de Estado en 2002, donde mayor fue la abstención, lo que revela que la gente quiere seguir discutiendo y debatiendo.
La situación de Bolivia es preocupante. La máquina de dispersión del poder estatal, que hasta ahora funcionaba en y por los de abajo, esa formidable maquinaria popular que produjo la guerra del agua de 2000 y las guerras del gas de 2003 y 2005, que llevó a Evo Morales a la presidencia, parece haberse detenido. Peor aún, es ahora la derecha autonomista-separatista la que se muestra capaz de utilizar formas de acción similares, a veces idénticas, a las que creó el movimiento popular: moviliza cientos de miles, realiza huelgas de hambre, cortes y ocupación de calles, desata la desobediencia civil con el objetivo de voltear a Evo y con el anzuelo de las autonomías. El gobierno parece a la defensiva y paralizado, luego del fracaso de su proyecto de refundación del Estado a través de la Asamblea Constituyente.
No va a ser fácil desarmar la maquinaria espuria puesta en marcha por la derecha. Y, sobre todo, no podrá hacerse desde el Estado ni desde el gobierno, porque esas maquinarias se refuerzan en la acción antiestatal y antigubernamental. Sólo los movimientos podrán, desde abajo y en la calle, frenar a la derecha al enfrentarla en el mismo terreno mediante los modos que ella ha elegido. Maquinaria contra maquinaria y ganará aquella que funcione con la energía popular del abajo. No se puede poner en marcha desde arriba. Ése es uno de los más notables legados del proceso venezolano: fueron los sectores populares movilizados, sin aparatos ni dirección formal, los que revirtieron el golpe de Estado y el paro petrolero de 2002-2003.
2008 puede ser un año de virajes y cambios en el que los movimientos volverán a ocupar lugar destacado. La crisis sistémica con epicentro en Estados Unidos y Europa, que se hizo evidente en 2007, no puede dejar de afectar a los países del tercer mundo, aun a los emergentes que se consideran a salvo de cualquier turbulencia. Un retorno de las crisis que encuentra a los movimientos mucho mejor preparados que a comienzos de los 90, cuando la primera oleada neoliberal levantó vuelo. Acumulan dos experiencias riquísimas: la lucha contra las privatizaciones y, en esta nueva etapa, la resistencia a las cooptaciones estatales y a los nuevos modos de la segunda oleada neoliberal. Pero es el adentro de los movimientos el que más se ha enriquecido, y el que representa el mayor recurso para enfrentar los nuevos e inminentes desafíos.
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