Editorial
Ayer, el ejército colombiano confirmó que, en los últimos días del año pasado, mantuvo “intensos combates” con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), a raíz de los cuales resultaron muertos dos guerrilleros, uno de ellos identificado con el alias de Carpintero, hombre de confianza de esa organización político-militar. De su lado, el máximo dirigente de las FARC, Manuel Marulanda, Tirofijo, convocó a emprender en 2008 una “ofensiva general” en contra del gobierno colombiano, y llevar a cabo “acciones armadas en carreteras, veredas, selva, centros urbanos, caseríos y cuarteles, sin dar tregua al enemigo, tal como éste lo hace”.
Para poner las cosas en contexto, ha de recordarse que el pasado 25 de diciembre, el presidente venezolano, Hugo Chávez, dio a conocer un plan de rescate, llamado Operación Emmanuel, para liberar a tres de las decenas de rehenes que las FARC mantienen en su poder desde hace años. El operativo consistía en enviar una caravana humanitaria –en la que participarían la Cruz Roja internacional y emisarios de distintos países– a la ciudad colombiana de Villavicencio, desde donde partirían a algún lugar de las montañas de Colombia, con coordenadas que les proporcionarían las propias FARC, y ahí les serían entregados la ex congresista Consuelo González de Perdomo, la ex candidata a la vicepresidencia de Colombia, Clara Rojas, y su hijo Emmanuel, nacido en durante el cautiverio.
Sin embargo, el 31 de diciembre, tras una serie de postergaciones para la entrega de los prisioneros, la guerrilla anunció la suspensión indefinida de la misma, con el argumento de que persistían actos de hostigamiento militar en la zona donde ésta se llevaría a cabo. Al respecto, el presidente colombiano, Álvaro Uribe Vélez, negó que las fuerzas armadas de ese país hubieran realizado movilizaciones en la región, subrayó que su gobierno había dado todas las garantías para la gestión de Hugo Chávez y, acto seguido, señaló a las fuerzas guerrilleras como responsables por el fracaso de la misma, e incluso afirmó –en lo pudiera resultar sólo una cortina de humo– que la guerrilla no tenía al hijo de Clara Rojas, sino que éste se encontraba bajo custodia del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar. Estas declaraciones fueron secundadas por el alto comisionado para la paz de Colombia, Luis Carlos Restrepo, quien aseveró que las FARC habían engañado al presidente Chávez con la promesa de liberar a los rehenes.
Sin embargo, a la luz de la información referida respecto de los operativos militares, ha quedado en evidencia que el gobierno colombiano mintió. Esto no resulta sorprendente: si algo ha caracterizado la gestión de Álvaro Uribe respecto del conflicto con la guerrilla ha sido precisamente su falta de voluntad para dialogar con las FARC. Desde agosto de 2007, cuando Uribe solicitó a Chávez que sirviera de mediador y facilitador para el canje de secuestrados, hasta ahora, el colombiano se ha encargado de sembrar obstáculos y sabotear la gestión de su homólogo venezolano, en lo que parece un intento por agotar, ante los ojos de la opinión pública nacional e internacional, la vía pacífica de la negociación, y justificar de esa manera una incursión militar violenta para aplastar a la guerrilla.
Por desgracia, parece ser que la necedad del mandatario colombiano por emprender una lucha armada en vez de buscar otros canales de solución ha empezado a rendir frutos, a juzgar por el anuncio de una “ofensiva general” de la guerrilla contra el gobierno. Tal circunstancia pone en entredicho, en primer lugar, la viabilidad política del gobierno de Uribe, pero sobre todo su estrecha calidad ética y humana: justo cuando todo apuntaba a que la liberación de los rehenes se realizaría con éxito, el presidente colombiano decidió cortar de tajo esa posibilidad y, con ello, poner en riesgo la vida de quienes han permanecido por tantos años secuestrados, prolongar el sufrimiento y la zozobra de sus familias, y colocar a la población entera en el umbral de otra indeseable escalada de violencia.
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