Adolfo Sánchez Rebolledo
La transición española a la democracia, tan civilizada e inesperada, cautivó a muchos contemporáneos mexicanos, incluyendo a ciertos políticos del régimen priísta. De España se esperaba todo, menos la evolución legal, pacífica, a la democracia, pero, ¿dónde había aprendido el pueblo ibérico carente de libertades a conducirse con tal naturalidad democrática? ¿Cómo es que una sociedad sometida a la intolerancia acepta el pluralismo, va a las urnas y vota en favor de la nueva Constitución conjurando las pretensiones restauradoras y la violencia? En una palabra: cuándo y cómo se ha formado la ejemplar cultura política democrática de la transición, a pesar de la dictadura.
Eso se preguntaba una tarde en Madrid, el entonces embajador de México, Rodolfo González Guevara, cuya visión del mundo había comenzado a transformar esa experiencia diplomática. No era el único: otros mexicanos, incluida una generación de intelectuales y académicos cuya maduración ocurrió en contacto cercano con esa realidad, se plantearon interrogantes semejantes, teniendo en la mira la dura e incomparable situación nacional donde el régimen de partido casi único, con su corporativismo singular y una forma de presidencialismo sin contrapesos fijaba los rasgos de su intransferible peculiaridad.
A muchos sorprende la capacidad de los actores políticos españoles para realizar pactos y negociaciones dejando a un lado el programa máximo de cada partido, el afán de conducir las transformaciones políticas sin quemar etapas, haciendo concesiones mutuas en temas capitales, como por ejemplo, la instauración de la monarquía constitucional, el reconocimiento de las autonomías históricas y la legalización del Partido Comunista de España, asegurados en la Constitución vigente.
La inserción en Europa fue definitiva para la creación de una economía pujante y moderna que hoy se lanza a la conquista de los mercados exteriores, de Latinoamérica, en particular, y para reivindicar el papel de España en la “comunidad iberoamericana”, en la cultura y los vínculos directos con la sociedad civil de nuestros países, atraída por el imán del progreso en números millonarios.
Pero en la formación del “ejemplo” español, junto con los datos irrebatibles del progreso material, se pone siempre por delante la voluntad política para buscar acuerdos, el gradualismo como faro orientador de la actividad política y social de la democracia. De ese modo, la lecciones concretas de la historia se convirtieron en “modelo” para a otras transiciones, no obstante las obvias distancias que las separaban del mundo real hispánico.
Se colaron por esta vía ciertas ideas “ingenuas” en torno al significado, por ejemplo, de los pactos de la Moncloa, convertidos en una suerte de fetiche del voluntarismo, como si la España democrática, en efecto, hubiera clausurado en un instante de inspiración toda la historia anterior con su fealdad a cuestas.
Hoy, luego de tantos éxitos, sabemos que la transición dejó pendientes numerosos problemas que siguen sin resolverse. El ajuste de cuentas con la memoria histórica no es el menor, y no lo es, entre otras cosas, por la persistencia, ésa sí intocada, de una derecha anclada en el pasado, aunque remozada por el “fundamentalismo democrático” de sus figuras públicas.
Cuando el obispo de Madrid, el cardenal de Madrid, Antonio María Rouco Varela, quien presidió hace poco la jornada en defensa de la familia, “a la que asistieron 42 obispos de todos los rincones de España” denunció cómo las legislaciones españolas en materia de matrimonio, familia y defensa de la vida suponen “una marcha atrás en los derechos humanos”, incidiendo en que el Estado “no puede manipular a su gusto” el significado y razón de ser del matrimonio y la familia” (ABC, 31/12/07), lejos de ser una afirmación religiosa legítima aparece, sin disfraz posible, la voluntad de intervenir en la arena política para respaldar al partido de la derecha, cuyas pretensiones de ocupar el centro del espectro son (ideológica y éticamente) cada vez más insostenibles.
El enemigo ahora es, como siempre, el “laicismo radical” al que atribuyen los cambios que la propia secularización impone, en contraposición con las doctrinas que en materia de relaciones Iglesia-Estado promueve el Estado vaticano. El motivo de la furia católica, aparte desavenencias por la financiación a cargo del Estado, es la misma que otras latitudes: la promoción de nuevos derechos que afectan la visión católica de la moral, el afán de reducir la enseñanza a un apéndice de la religión, en fin, la incapacidad de comprender a la sociedad moderna, cuya crisis es notoria. Es probable que sea sólo un sector de la amplia Iglesia quien sostiene tales tesis, pero es lo suficientemente importante e influyente para preocupar al resto de los mortales.
De la voluntad de acuerdo del comienzo de la transición queda poco: la derecha española, sustituida por el voto popular tras la aventura aznariana en Irak y los atentados perpetrados por el terrorismo islamista, apenas si quedan vestigios. El clima de crispación alentado por la derecha se extiende a todos los ámbitos de la convivencia social. Se recicla la antigua ideología del “nacionalcatolicismo”, como dijera el ministro de Justicia. Así, bajo el pretexto de la reinvindicación de los valores cristianos, la reacción está de vuelta de la mano de la jerarquía vaticana. ¿Dónde quedó la tolerancia, piedra angular de la transición española? Más vale que tomemos nota.
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