Entre recuerdos dolorosos y sonrisas que todo lo perdonan, se evoca todavía el principio de la ceremonia luctuosa en honor del nunca suficientemente añorado don Andrés Henestrosa. Ocurrió en el Palacio de Bellas Artes, El Palacio por antonomasia de nuestra República de trincheras plebeyas. El presidente del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (si usted se instruye la ignorancia se oculta), don Sergio Vela, se acercó al micrófono con énfasis naturalmente wagneriano y pronunció estas sentidas palabras: “Estamos aquí para llorar la muerte de don Alí Chumacero”.
Estupefacción en la sala, expresiones de dolor nómada, miradas de sorpresa que construían simbólicamente otro ataúd, y una frase de una hija del maestro Chumacero, allí presente de cuerpo respirante, que solamente dijo: “Todavía no”. El poeta Chumacero sonrió con discreción, mientras don Sergio Vela, tal vez perturbado, enmendó la esquela: “No, para llorar la muerte de don Andrés Henestrosa”. El dolor volvió a su condición sedentaria, y el pequeño desliz onomástico sirvió para probar el respeto y el cariño que se le tienen a don Andrés, a don Alí, y ya entrados en gastos representativos, a don Sergio.
Esta circunstancia referida en líneas anteriores nos lleva al recuerdo de otra ceremonia, ésta de carácter científico. Corría algún año y en Acapulco, sede de los congresos, se agolpaba en el auditorio un compacto grupote de arqueólogos, antropólogos y etnólogos. Era, apenas sí necesitamos especificarlo, la ocasión para celebrar la exhumación del pasado, nunca lo mismo que la inhumación del presente. Al congreso asistía como invitado especial don R.E. Montes y Bradley, representante de la Argentina eterna, que no perdía congreso alguno del tema que fuese y donde aconteciese. De alguna manera, no por extraña menos común, don R.E. tenía el don de la invitación ubicua. Nunca faltó a nada, cosa difícil de afirmar dado el ausentismo que priva en nuestro medio.
En un momento inspirado, se puso de pie el señor Montes y Bradley, se acercó al micrófono y pronunció estas sentidas palabras: “Señoras, señores, galeotas y galeotes del trabajo de campo, no podemos empezar nuestras deliberaciones sin rendirle un homenaje a un hombre para quien la investigación antropológica, arqueológica, etnográfica y lo que sigue, fue de hecho fundamental y orientó su existencia. Me refiero, todos ustedes lo saben y ya veo asomar la pena en algunos semblantes, a don Alfonso Caso. Pido un solemne minuto de silencio en honor del prócer de la tumba 7”.
El congreso, como un solo deudo, se puso de pie y respetó los 60 segundos del duelo, en medio de la estupefacción general de quienes no se explicaban por qué se dejaban llevar por la inercia. Al finalizar el tiempo simbólico, dijo el maestro de ceremonias: “Ahora, para inaugurar formalmente nuestras sesiones, tiene la palabra don Alfonso Caso”.
A don R.E. Montes y Bradley no se le volvió a invitar a los congresos de Acapulco. Ni a los de ninguna otra parte de la geografía nacional.
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