Ricardo Monreal Ávila
Al fijar en 50 días el plazo para debatir la reforma energética e iniciar inmediatamente el proceso de dictamen y votación de la misma, la Junta de Coordinación Política del Senado demerita voluntaria o involuntariamente la importancia de una de las reformas más importantes de las últimas décadas.
¿Por qué a la reforma del Estado se le asignaron 365 días de consulta, confección y diseño de la iniciativa correspondiente, además de una ley especial, un presupuesto ad hoc y un órgano de gobierno; mientras que a la reforma Energética sólo se le asigna 14% del tiempo de la primera?
¿Es acaso 86% más importante la reforma del Estado que la reforma petrolera?
La reforma de Seguridad y Justicia ingresó al Legislativo el 9 de marzo de 2007 y un año después aún sigue su curso de aprobación constitucional. ¿La reforma de Pemex tiene acaso una sexta parte del peso, importancia y trascendencia del combate al crimen organizado?
La preparación, cocción y condimento de la reforma Electoral constitucional, la de mayor consenso en la presente legislatura (¿será porque la presentó el Legislativo y no el Ejecutivo?) llevó más de seis meses. ¿Es que salvar a Pemex de la quiebra es tres veces menos importante que restaurar la credibilidad electoral?
En cambio, las reformas que han salido fast track en esta legislatura, con un periodo cercano o menor a los 50 días ofertados al FAP, se han traducido en verdaderos atracos a la ciudadanía, a grado tal que han generado los amparos más numerosos o las protestas callejeras más estruendosas de los últimos años. Me refiero a la reforma fiscal del IETU y a la reforma de
pensiones del ISSSTE. La primera consumió 35 días y la segunda mantiene el récord de 14 días.
El manejo de los tiempos en esta legislatura no es, entonces, un dato menor y tiene claras repercusiones extraparlamentarias: a menor tiempo de debate y consulta, mayor agravio a sectores amplios de la población. Por ello, los 50 días para la reforma energética están más cerca de la arbitrariedad que del consenso. Son más una señal ominosa que un gesto generoso.
Los cuatro meses de debate y consulta propuestos por el FAP (mayo-agosto, el período de receso) se acercan a la media aritmética y política con que ha trabajado esta legislatura. Se ubica razonablemente entre los generosísimos 365 días de la reforma del Estado concedidos por el PAN al PRI y los implacables 14 días de las reformas del ISSSTE con que el gobierno en calidad de patrón despojó de los derechos históricos de pensión a sus propios trabajadores.
La propuesta del FAP es también políticamente razonable: no se ubica en las calendas griegas de la eternidad, pero tampoco se somete a los espolones y apremios de Los Pinos, que tiene prisa por acreditarse como un "gobierno reformador", sin importar la calidad ni los alcances de lo aprobado.
En suma, constreñir a 50 días la reforma que puede marcar el destino económico del país en los próximos 50 años es expropiar a la ciudadanía la oportunidad de intervenir en esta decisión y es secuestrar el proceso legislativo.
A propósito de secuestros, es importante precisar la naturaleza del recurso de protesta parlamentaria utilizado por el FAP al tomar la tribuna de ambas cámaras legislativas. La tribuna del Congreso de la Unión no es el Congreso de la Unión. Por lo tanto, tomar la tribuna no es secuestrar el Poder Legislativo. Si algún secuestro padece la actual legislatura es por otros actores y factores muy distintos al FAP.
En efecto, la institución del Congreso está secuestrada. ¿Por quién? Es rehén de una consigna del Ejecutivo: "Reformas a cualquier costo y al precio que sea". Está esposada a un apremio: sacar el mayor número de iniciativas en el menor tiempo posible. Está vendada con el viejo dogma del partido de Estado: perder el debate, ganar la votación. Es prisionera de una "mayoría" prefabricada, excluyente y simuladora, el PRIANAL (suma de PRI, PAN y Panal).
El Congreso está secuestrado por una mayoría ficticia: lo que ella acuerda no se corresponde con lo que piensa y expresa una sociedad dividida y desigual. Por su forma de operar, también es una mayoría facciosa: hace como que dialoga, pero no escucha; hace como que consulta a la sociedad, pero no acepta el referéndum de sus frutos legislativos ni el plebiscito de sus decisiones de gobierno; hace como que representa a la ciudadanía, pero termina imponiéndole sus particulares intereses.
De este secuestro real que padece el Congreso por parte de los poderes fácticos, nadie habla. En cambio, de la toma de tribuna para protestar precisamente por esa condición de plagio estructural y funcional, todos quieren ser ahora rescatistas y socorristas.
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