Editorial
Ayer se inició la llamada cumbre de la alimentación en Roma, Italia, convocada por la Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO, por sus siglas en inglés), con severas críticas al manejo mundial de la agricultura en los últimos años. Tal manejo ha sido identificado como detonante de la aguda crisis alimentaria que se vive a escala internacional: más de 800 millones de personas en el mundo pasan hambre, según datos del propio organismo, y es previsible un futuro “de inmenso sufrimiento humano, así como de descontento social e inestabilidad política, que amenazan con poner en peligro el desarrollo económico y social”.
Ciertamente, en la actual escalada mundial de los precios de alimentos básicos influyen factores coyunturales como los climatológicos –las sequías, principalmente–, las reducciones en los inventarios, los altos precios de los hidrocarburos y una demanda creciente de materias primas, como el maíz, para la producción de biocombustibles. Sin embargo, no puede negarse que el presente escenario es a su vez efecto de una visión global de libre mercado –para la cual la satisfacción de las necesidades alimentarias es una inmensa oportunidad de negocio, no el cumplimiento de un derecho fundamental y básico– y de las medidas de “ajuste estructural” dictadas por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial a países en desarrollo, como el nuestro, que para obedecerlas han desmantelado el apoyo estatal a la pequeña agricultura y acabado con los incentivos a la producción y el consumo interno.
Así, nuestro país ha asistido, en concordancia con el inicio del ciclo neoliberal, a la adopción de políticas en materia agrícola que han propiciado el abandono sostenido de los entornos rurales y el empeoramiento significativo en las condiciones de vida de los campesinos. El poco presupuesto destinado al agro es absorbido en su mayoría por un puñado de grandes agroexportadores, y lo mismo ha ocurrido con los beneficios del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, el cual ha incrementado, para colmo, la dependencia de nuestro país con respecto a los productos alimentarios extranjeros.
Por desgracia, la presente administración no da muestras de tener un rumbo e ideas claras para revertir la situación; por el contrario, sus acciones parecen destinadas al agravamiento del problema: la decisión, recientemente anunciada por el gobierno de Felipe Calderón Hinojosa, de eliminar los aranceles a las importaciones de maíz, trigo, arroz y soya, reducir los impuestos a la leche en polvo procedente del extranjero y eliminarlos para las importaciones de fertilizantes y abonos, y fijar cuotas fijas para la importación de frijol libre de arancel, son meros paliativos que posiblemente contengan a corto plazo la exasperante escalada de precios, pero a la larga resultarán insuficientes porque no atacan el problema de fondo, que es la pérdida de autosuficiencia alimentaria.
Ante un panorama mundial tan desolador en esta materia, es urgente que el país se fije como objetivo la recuperación de sus capacidades productivas en materia agrícola, mediante políticas que impulsen el desarrollo rural y a los pequeños productores, en tanto que son éstos, y no las grandes trasnacionales, los que pueden resolver los problemas de desabasto de alimentos que se viven en países como el nuestro. En suma, resulta impostergable emprender una política agraria viable y conveniente para el país, pensada, no en términos de rentabilidad inmediata, sino de beneficios nacionales a mediano y largo plazo; que no deje las necesidades de abasto de la población a los vaivenes del libre mercado internacional ni obligue a los gobiernos a destinar sumas cuantiosas de recursos a la compra de alimentos en el extranjero, sino que haga valer efectivamente los principios de soberanía alimentaria y derecho a la alimentación, y que suspenda el impulso a la producción agraria orientada a la fabricación de biocombustibles, en el entendido de que, como ha señalado el escritor uruguayo Eduardo Galeano, la prioridad no es alimentar a los automóviles, sino a las personas.
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