Adolfo Sánchez Rebolledo
La decisión de llevar a Pemex a ser un exportador de crudos en grandes volúmenes fue adoptada por gobiernos priístas durante los inicios de la década de los 80, es cierto. Rompieron con una tradición de dedicar las abundantes reservas a satisfacer el consumo interno. Empezaron así las extracciones masivas que elevaron la plataforma de producción más allá de los niveles permitidos para una explotación racional de los yacimientos. También cargan los priístas en su pasivo la práctica de incautar a la empresa sus utilidades operativas para financiar la hacienda pública. Durante los últimos 12 años a cargo del Ejecutivo federal los priístas le sacaron unos dos billones de pesos en impuestos y otros aprovechamientos. Poco, muy poco dejaron los soberbios neoliberales priístas para las inversiones que se requerían. Por esa época empezó también el deterioro operativo de la empresa, pues sus gerentes fijaron la vista en las reglas que, pensaron, les imponía de manera inevitable la globalidad. Inexplicablemente, los mandos del priísmo decadente se olvidaron de utilizar a Pemex como el pivote privilegiado para fincar el desarrollo de la fábrica nacional.
Cuando fueron expulsados de Los Pinos, los tecnócratas priístas dejaron a Pemex partida en cuatro subsidiarias, con precios irracionales intercompañías (competitivos los llaman) y con una nómina inflada en consecuencia. Fue la terminal época de Zedillo y sus privatizadores entreguistas desaforados la que decidió el desmantelamiento de los derivados agroquímicos y fertilizantes que tan crucial papel juegan en esta época de crisis alimentaria global.
Un vendaval de ineficiencias directivas dio al traste con la época dorada de un Pemex que atendía con atingencia todos los requerimientos de la economía mexicana del llamado desarrollo estabilizador. En esos ahora añorados tiempos, con mucho menores volúmenes de extracción y, por tanto, de ingresos y utilidades, se habían podido construir seis grandes refinerías y la petroquímica secundaria navegaba en relativo auge. Sólo que, y salvo un corto periodo de finales de los 70, los precios de los crudos no eran ni remotamente similares a los de los últimos ocho años de la actual bonanza.
La carga de deuda (Pidiregas) ya era, al pardear los años 90, una incipiente pero onerosa señal. Apenas se iniciaban las importaciones de gasolinas, pensando que eran manejables sus consecuencias macroeconómicas. Se dio inicio también a la quema de gas en cantidades vergonzosas sin que se le pusiera inmediato remedio. Similar bosquejo directivo aquejó a los demás petroquímicos. Habían ya transcurrido dos décadas sin construir refinerías (se modernizaron dos) y sus impactos negativos eran ya notorios en las importaciones crecientes de petrolíferos.
Faltaba lo peor: aparecieron los gerentes de la era foxiana y la depredación de Pemex se profundizó. Desoyeron los panistas las señales de alarma en la contratación de deuda. La investigación en tecnología y exploración cayó al suelo, de donde no se ha levantado en estos dos años del interregno de Calderón. Ni siquiera se concluyeron los planes ordenados para una refinería en Centroamérica. Se abrazaron tanto al sindicato que le heredaron los priístas como al rampante contratismo corrupto que somete a la empresa. Continuó la quema de gas porque no se invirtió en plantas de proceso y conducción. Se llegó así al absurdo de lanzar a la atmósfera volúmenes similares a todo el consumo nacional de un año entero. Los enormes excedentes petroleros obtenidos en el sexenio de Fox (unos 350 mil millones de pesos) fueron dilapidados en gasto corriente y pago de deuda anticipada. A la tesorería de Pemex le apilaron los ineptos gerentes de Fox una deuda que se tragó todo el activo de la empresa hasta llevarla a una situación de quiebra.
En estos ocho años de panismo, Pemex entregó a la hacienda pública algo así como 3.5 billones de pesos que se disolvieron en la más oscura de las cuentas públicas. Ningún intento se hizo, durante el sexenio del ranchero rencoroso, para retocar la injusta política fiscal, reducto de privilegios inconmensurables para la acumulación desmesurada del capital en unas cuantas manos. Se descubre entonces la situación básica que aqueja a Pemex: la extrema debilidad del PRIAN ante los grupos de presión. Un horroroso sometimiento de Pemex a las tramposas finanzas públicas.
Desde esos entreguistas días panistas eran frecuentes los ofrecimientos de privatización de la industria energética completa (Fox en el extranjero). Empezaron, con desparpajo, a darse sólidos pasos en la privatización de la generación eléctrica para seguirse, tendidos, en lo tocante al gas no asociado de la cuenca de Burgos. Fueron ésos los días inaugurales de Calderón como secretario de Energía con su adjunto pupilo madrileño. En ambos procesos privatizadores las empresas trasnacionales hicieron su entrada triunfal a un sector antes, y exclusivamente, reservado para el Estado. Hoy día esas atractivas (para sus agentes internos) empresas acaparan la extracción de gas no asociado y producen 41 por ciento de la energía eléctrica que se consume en México. Un logro fenomenal de los enclaves neocoloniales bajo el auspicio, cuidadoso, cariñoso y por demás interesado del panismo recién entronizado en Los Pinos.
No satisfechos con la obra puesta para desmantelar la suculenta empresa petrolera de los mexicanos, siguieron adelante los negociantes del PAN, envalentonados por anteriores seudo éxitos privatizadores (pensiones) y entreguistas. Al cuidar Calderón, con celo subordinado, el más atrincherado oficialismo de los poderosos, se lanzó al ruedo. Después de sus acostumbradas dubitaciones, envió un enredijo tramposo de reformas petroleras al Senado. Querían pasarlas con relampagueante celeridad. Se les atravesó esa historia sedimentada en la conciencia colectiva a raíz de la expropiación petrolera. Se alentó así una cerrada oposición de aquellos que en verdad ganaron las elecciones pasadas. Con el apoyo del pueblo donde se fincan sus acciones, esta vez bien organizada, se forzó un debate que ya da contundentes muestras de reciedumbre y fundamentos para una reforma que conserve el núcleo nacionalista de la industria petrolera en su integridad y la mantenga bajo el control del Estado. La sólida mayoría de los mexicanos no quieren la privatización, acusación que Calderón trata de esquivar con cinismo publicitario. La batalla continúa y, con seguridad, se recrudecerá por el empuje que va creciendo entre los ciudadanos que exigen ser consultados a la brevedad posible.
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