Luis Linares Zapata
El gobierno federal decidió emplear el que juzga es su armamento pesado en la batalla por el destino que, finalmente, se dará al petróleo: una intensa, costosa, falsaria campaña de propaganda. Para inclinar la balanza a su favor no ha dudado en saturar al máximo los espacios televisivos y radiofónicos. De esta trillada manera, el señor Calderón y adláteres se lanzan a una compulsiva aventura para cooptar la mente de los mexicanos. Quiere, no sin la angustia concomitante a la ruta elegida, que el pueblo respalde su entreguista propuesta de reforma petrolera. No se escatiman millones, cientos, tal vez miles de millones de pesos en la intentona. Tampoco reparan en difundir verdades a medias, olvidos de alternativas, precisiones desviadas y las suplantaciones de ciudadanos reales que le anticipan, de manera por demás forzada, la urgencia de su puesta en marcha, tal como la envió al Congreso. El dispendio es, a todas luces, exagerado, indebido en un gobernante fincado en la voluntad electiva de los ciudadanos. Lo que ahora sucede afirma, aún más, que el señor Calderón no llena tan fundamental requisito de la democracia.
Buena parte de la leyenda negra de la oposición, formada por los partidos políticos agrupados en el Frente Amplio Progresista (FAP) y en el movimiento en defensa del petróleo que encabeza López Obrador, se le debe a otra campaña paralela, ésta soterrada, insidiosa, clasista, pero de similar intensidad. En ella inscriben, además, cuanto discurso recogen al oficialismo los medios de comunicación.
El meollo de su argumentación es un verdadero infundio: AMLO y sus seguidores no tienen propuestas, sólo negativas, es la monocorde cantaleta. Y así se van de corrido, negando hasta la falta de pudor aquello que se evidenció durante el debate habido en el Senado. Ahí, en esa real disputa por la nación, no sólo se derrotaron las iniciativas privatizadoras del oficialismo, sino que se enumeraron, con toda precisión, un conjunto de ideas, concepciones y hasta programas específicos para que Pemex pueda retomar su rumbo, extraviado durante los últimos 25 años. Esos terribles, destructivos años del modelo de gobierno en boga, impuesto por los grupos de poder y el apoyo de los tecnócratas hacendarios. Y todos ellos dirigidos, aconsejados y, por completo, imbuidos en los efluvios del acuerdo de Washington. Una atracción fatal, irresistible, para la clase gobernante del México reciente. Una onerosa, cruenta trampa, en la que se ha caído y quiere perseverar por varios años hacia el futuro.
Las empresas trasnacionales de la energía, beneficiarias de esos principios doctrinarios, han ido esparciendo sus tácticas, con facilidad inaudita, entre las capas superiores de la burocracia. Replicaron sus directrices a escala continental para forzar la canalización, en su provecho, de cuanto programa de privatizaciones se llevó a cabo en los distintos países y cuyas elites habían sido, previamente, colonizadas con su retórica eficientista. Se extendieron hacia varios centros de estudios, claves para la incubación del pensamiento neoliberal y de ahí extraen, además de sus cuadros gerenciales, el disfraz académico indispensable para sus andanzas y apañes. Penetraron, hasta la médula, los medios de comunicación. La crítica y conducción mediática, a su entero servicio, forma parte sustantiva del proceso confiscatorio de lo público para su particular beneficio.
La propaganda es el arma preferida del oficialismo encaramado en los puestos de mando. La única que, suponen, los pone en contacto con la plebe: ese conjunto multitudinario de seres, referente justificatorio de sus decisiones cupulares. Pero no las tienen todas consigo. Un sustrato histórico, introyectado por años de trabajos educativo nacionalista, les resiste. Los mexicanos no quieren ceder sus riquezas petroleras al capital monopólico interno o al del extranjero, tal como vienen expresando en la consulta donde plasman sus voces terminales. Más de dos millones de compatriotas (y todavía serán bastantes más) han acudido al llamado. Sin embargo, muchas de esas riquezas ya se han ido fuera a través de innumerables subterfugios, la exportación de crudos es sólo la forma más burda de esa entrega.
El abandono del mercado petroquímico propio es otro hueco irresponsable, quizá el de mayor importancia. Pero la importación de gasolinas es la empleada como la base que soporta toda la estrategia mediática en pos de la aquiescencia popular. Saben que es un producto de uso generalizado, ejemplar del dispendio a corregir. Soslayan entonces los ocho largos años durante los cuales los panistas, ya en el poder directivo de Pemex, bien pudieron remediar tan garrafal error del priísmo. A esta altura ya se tendrían las dos refinerías que hacen falta para resarcir el daño. Tampoco apunta el oficialismo su compulsiva intención de paliar la carencia invitando a las trasnacionales para que se lleven a casa el jugoso producto de los refinados. Eso se oculta, se disfraza de varias maneras: maquila, le dicen los panistas; empresas filiales estratégicas y arrendamientos financieros, propone el priísmo decadente. Una misma gata revolcada de similar manera.
No le saldrá bien la jugada entreguista al oficialismo. Dentro del priísmo hay grietas mayores que los acuerdos forzados en las alturas, zurcidos con negocios particulares, no podrán cerrar. Los legisladores del FAP presentarán dentro de poco sus propuestas de reforma petrolera. Llevará mejor tesitura tanto en lo político como en sus planteamientos económicos y organizativos. Estará apalancada por un movimiento popular reivindicatorio de lo propio como no se había visto en muchos, muchos años. Y esto es lo que, al final del diferendo, habrá de prevalecer.
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