Enrique Calderón Alzati
Orientando sus esfuerzos a proporcionar educación básica a la totalidad de la población de acuerdo con el mandato constitucional, los sucesivos gobiernos de la República han fallado en forma evidente, incluso para ellos mismos. La mejor prueba es que ningún funcionario gubernamental, de directores de área hacia arriba, envía a sus hijos o hijas a una escuela pública, incluyendo en primer lugar a los del sector educativo.
Esto no era así hace 30 o 40 años; las secundarias oficiales, por ejemplo, eran ante la opinión pública las mejores escuelas a las que uno podía mandar a sus hijos, tanto por la preparación de los profesores como por el tipo de amistades que un niño o una niña podían hacer con sus compañeros de clase. Con las preparatorias, los Colegios de Bachilleres y los CCH las cosas eran parecidas.
Hoy, los padres de familia saben que si tienen posibilidades de hacerlo, deben mandar a sus hijos a una escuela particular, para obtener un nivel educativo aceptable y minimizar los riegos de malas amistades en la escuela. ¿Cómo se ha llegado a todo esto? ¿Qué posibilidades hay de revertir el proceso en un futuro cercano?
Desde luego no existe una sola respuesta a la pregunta. Por un lado esta el hecho de que ante la necesidad de masificar la educación, las autoridades han descuidado la calidad de ésta. Luego está el sindicato magisterial, que constituye una aberración por sí mismo, ya que lejos de ocuparse de defender los derechos laborales de los profesores, hoy constituye toda una autoridad paralela, que decide qué deben aprender los estudiantes, que participa en sus evaluaciones, que selecciona a los maestros de cada disciplina para cada escuela y que hoy pretende dirigir los esfuerzos para mejorar la educación. Otro factor es el relacionado con la política, establecida por las autoridades educativas, de cero reprobaciones, independientemente del conocimiento y desarrollo de los estudiantes, para poder presentar unas estadísticas educativas propias del país de nunca jamás.
Esta política educativa tiene al menos dos consecuencias serias. La primera es la ineficiencia que se logra en el proceso educativo, cuando en un grupo de estudiantes una parte de éstos no entiende, ni puede entender, lo que el maestro les está enseñando, simplemente por carecer de los conocimientos y habilidades previas. La segunda es que estos niños forman parte del universo de posibles amistades para los niños normales; resulta evidente que nadie quiere que las amistades de los hijos representen un riesgo, por los posibles problemas que esos niños representan.
Si a todo esto agregamos condiciones sanitarias y de infraestructura inadecuadas, resulta entendible la decisión de los padres de familia de buscar otras opciones educativas para sus hijos, no obstante que es una obligación fundamental del gobierno proporcionar estos servicios, ya que para ello está recibiendo impuestos de la población, por lo que en nuestro país, para una parte de ésta, la educación se debe pagar doble.
Pero pasemos ahora a analizar las opciones que tienen los padres de familia, una vez que deciden no enviar a sus hijos a la escuela pública. La Secretaría de Educación Pública y la Dirección General de Estadística del INEGI informan anualmente sobre la cantidad de niños y niñas que acuden a escuelas privadas y el porcentaje que ellos representan de toda la población escolar. Lo que esas cifras no dicen, ni van a decir, es qué porcentaje de esos niños están recibiendo educación en escuelas confesionales, asociadas a la Iglesia católica. Sin contar por ello con información específica, me atrevo a decir que el porcentaje de niños que recibe educación privada en estas escuelas de carácter religioso es mucho más alto de lo que podemos imaginar, y este porcentaje crece en la medida que el ingreso de los padres de familia es mayor.
Desde la óptica familiar, los padres piensan que están haciendo lo correcto y, más aún, lo mejor, supuestamente por la calidad educativa que esas escuelas ofrecen, y por las normas de vida familiar de los niños y niñas que asisten a ellas. Ninguno de los dos aspectos es totalmente cierto. Por su misma naturaleza, estas escuelas son conservadoras y su educación es dogmática, con una buena parte del tiempo dedicada a actividades de carácter religioso. Sus estudiantes, especialmente los adolescentes, aprenden más pronto que tarde las ventajas de la doble moral. Cuando los padres se dan cuenta, no les preocupa mayormente, porque en cierta medida ellos también la practican, y adicionalmente se han dado cuenta de que si bien, los compañeros de sus hijos no responden a sus expectativas, pertenecen en cambio a familias con dinero e influencias, y ello tiene sus ventajas.
A nivel social, lo que se está conformando es una estructura clasista de la sociedad, en la que las familias con mayores recursos tienen a sus hijos en unas escuelas y el resto de la población en otras; de hecho pareciera que lo que se busca es todavía algo más refinado. El Tecnológico de Monterrey cuenta hoy con planteles en todo el país, que se distinguen por sus altísimas cuotas, y porque representan la mejor opción de educación superior para las familias, por las relaciones a futuro que la institución les ofrece. Para incrementar sus ingresos, los directivos de esa institución decidieron crear una nueva opción, llamada Tec Milenio, para las familias que no pueden pagar tanto, y que en el futuro estarán formando una clase social intermedia, todo ello siguiendo las conocidas estrategias de mercado, desarrolladas por la industria automotriz, que “ofrece autos atractivos para los diferentes bolsillos”.
Para la Iglesia católica el negocio no está nada mal; el gobierno le ha creado un nicho de mercado entre los grupos sociales con mayores recursos, y con la ventaja adicional de poder formar una alianza con los futuros dirigentes del país, sus alumnos de hoy, independientemente de la calidad de los estudios recibidos. El modelo, establecido y fomentado por los últimos gobiernos priístas, ha constituido un maravilloso legado para los actuales gobiernos del PAN, que ven en el esquema la posibilidad de lograr el sueño de los conservadores del siglo XIX, que desde luego incluye una educación religiosa para asegurar su permanencia en el poder.
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