Julio Pimentel Ramírez
No cabe duda que el mundo moderno nos ofrece múltiples temas de reflexión lo mismo ante fenómenos naturales que, como en el caso de los huracanes, tienden a ser más destructivos gracias a la irracional intervención del hombre -para ser más precisos deberíamos decir que esto es así por la irrefrenable ansia de ganancia impulsada por el egoísmo capitalista-, que ante fenómenos económico-sociales entre los que destacan la desigualdad social (acumulación de riqueza en unas cuantas manos y, en contraste, miles de millones de individuos sumidos en la pobreza) y la violencia delincuencial.
En lo que se refiere a los acontecimientos meteorológicos, en los últimos días hemos sido testigos -por el momento, afortunadamente, a través de los medios de comunicación- de sus destructivos efectos después de golpear islas del mar Caribe y la costa estadounidense. Gustav y Hanna han cobrado su cuota de sangre segando cientos de vidas en la empobrecida Haití, decenas en la República Dominica y Jamaica, así como algunas más en Luisiana.
Como acertadamente señala Celia Hart, los huracanes son consustanciales con el Caribe, pero su creciente magnitud y ocurrencia (tras Gustav y Hanna en el Atlántico ya se perfilan amenazantes Ike y Josefina) no lo son: son consecuencias de la prepotencia humana contra el equilibrio de la naturaleza.
En Cuba los daños causados por Gustav son cuantiosos, multimillonarios, ya que como dijera Fidel Castro la Isla de la Juventud y el Occidente de la mayor de las Antillas padecieron un impacto similar a una detonación atómica, tal fue la fuerza de los vientos, que alcanzó rachas de hasta 340 km/h.
Cabe subrayar que en Cuba no hubo muertos gracias a una cultura de prevención y protección civil cultivada por la revolución durante largos años. A pesar de sus serios problemas económico-sociales, la isla resiste los embates de huracanes y el criminal bloqueo estadounidense.
No está de más reiterar que diversos estudios científicos muestran la forma en que la actividad humana o más específicamente la forma de producción capitalista, encabezada por los grandes monopolios, afecta gravemente el equilibrio ecológico, tal como se muestra con el calentamiento de la tierra y sus efectos, entre los que destacan deshielos en el Polo Norte, mientras se presentan sequías atípicas en algunas regiones en otras se padecen amplios e intensos huracanes.
Por otra parte, siguiendo la línea argumental que planteamos al inicio de esta colaboración, otras de las consecuencias del predominio del capitalismo neoliberal se reflejan en un mundo sumido en guerras de conquista, en enfrentamientos bélicos y en un retorno de confrontaciones similares al periodo conocido como “guerra fría”, todo con la intención de controlar los recursos petroleros, entre otros, que no son infinitos.
A la par de todo esto en el mundo un puñado de monopolios transnacionales y grandes millonarios prevalece sobre miles de millones de personas excluidas del desarrollo, sumidas en la pobreza y la desesperanza. En medio de este proceso se coloca en el centro del espíritu humano, como motor del crecimiento personal y social, el principio del egoísmo individual, de la competencia sin límite. El objetivo es “triunfar” a toda costa, incluyendo atropellar los derechos de los demás y cometer actos de corrupción, el éxito lo perdona todo.
En medio de esta vorágine del mundo capitalista moderno surgen situaciones -que no son nuevas del todo- que colocan a países como el nuestro al borde del despeñadero social. El narcotráfico y sus consustanciales compañeros de viaje, la violencia del crimen organizado y la descomposición social que de ellos deriva, tienen sus raíces profundas en el sistema capitalista visto de manera integral.
Estados Unidos, polo dominante en el siglo XX y declinante en lo que va de la actual centuria, además de ser el principal consumidor de estupefacientes ha utilizado el combate al cultivo y tráfico de enervantes como una herramienta de intervención en los asuntos internos de otras naciones. En otros términos, el gobierno de Washington no pretende eliminar el problema del narcotráfico sino simplemente mantenerlo bajo ciertos parámetros de control.
En México, si de verdad se desea combatir el narcotráfico y la delincuencia organizada se requieren profundos cambios en los ámbitos político, económico y social, que rompan con el círculo vicioso de la injusticia, la corrupción, la impunidad y la dependencia. Gran objetivo que la actual clase política en el poder, nacida de los fraudes de 1988 y 2006, difícilmente podrá sacar adelante.
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