Guillermo Almeyra
Conviene aclarar de qué se habla. Existe, por ejemplo, la legítima exigencia de autonomía de los oprimidos, sean éstos, por ejemplo, saharauis, que no quieren ser mantenidos bajo el yugo marroquí tras haber escapado del de Madrid; vascos y catalanes, que se apoyan en antiguos fueros, o indígenas de América, que quieren acabar con las imposiciones coloniales y reclaman vivir en Estados plurinacionales y en los que se respeten sus costumbres y su cultura. Las bases de esa reivindicación son principalmente lingüísticas, aunque los oprimidos que exigen autonomía se apoyen también en una reconstrucción muchas veces mítica de la historia propia, olvidando que los colonizadores derribaron un régimen ya en crisis e impusieron una reorganización terrible que modificó la demografía, el territorio, la religión, la cultura de sus víctimas.
Existe también una exigencia de autonomía reaccionaria, como la de la Liga norteña dirigida por Umberto Bossi, en Italia; la de los sudtiroleses, en ese mismo país, o la de los terratenientes de Santa Cruz, Pando, Beni y Tarija, en Bolivia. Responden al deseo de las clases dominantes locales y de vastos sectores de las clases medias de no compartir sus ingresos –bajo la forma de impuestos– con otras regiones menos desarrolladas de su país –a las que, para justificarse, consideran étnica y culturalmente diferentes– y, sobre todo, de disfrutar con exclusividad los recursos naturales existentes en su territorio o las ventajas territoriales de la ubicación de los mismos. Esas autonomías se inventan una historia épica que las diferencia, una base étnica y cultural para cubrir el muy prosaico deseo de esas clases dominantes locales de establecer lazos privilegiados con el capital financiero internacional y con los grandes centros capitalistas sin la intermediación del Estado (que debe tener en cuenta otra relación de clases en la que pesan más los oprimidos) ni de los gobiernos centrales que se apoyan en aparatos de alcance nacional y en los votos que obtiene en todas las regiones. La Liga de Bossi quiere lazos directos con Alemania y con Bruselas sin depender de Roma; los soyeros de Santa Cruz en Bolivia, como los de Argentina o Brasil, esperan tratar directamente con los gobiernos sin pasar por La Paz. Los industriales y cafetaleros de São Paulo, en los años 30, tuvieron que ser aplastados por la Federación brasileña, de la cual querían separarse para no pagar el desarrollo de regiones menos industrializadas o con peores tierras. La ciudad de Buenos Aires y la provincia del mismo nombre tuvieron que ser vencidas en guerra por el resto del país, pues pretendían el control exclusivo del gran puerto y de la producción de las fértiles tierras pampeanas. La autonomía que muchas veces reclaman las clases dominantes locales se opone siempre a la autonomía indígena en esas regiones y a la autonomía democrática municipal y regional, y busca imponer un minicentralismo férreo y racista al romper la centralización del Estado nacional.
Hay, además, las autonomías nacionales que expresan la lucha de las grandes potencias en los territorios bajo la influencia de sus adversarios. La Alemania nazi impuso a la entonces Checoslovaquia su ocupación en los Sudetes, región que tenía una fuerte proporción de población germanoparlante, y con eso, en realidad, comenzó su guerra contra Francia y contra la Unión Soviética como potencias continentales. Estados Unidos, por ejemplo, fomentó el estallido de Yugoslavia y después de Serbia y de la alianza serbomontenegrina para debilitar la influencia de Rusia en los Balcanes. Kosovo, que era una región autonómica de Serbia, es hoy un enclave estadunidense al igual que Croacia, y su independencia formal oculta el hecho de que, como un puñal manejado desde Washington, amenaza los riñones de Grecia y de Serbia.
Ahora mismo Washington, con el apoyo de Israel, intenta usar su marioneta en Tbilisi y hacer de Georgia una arma de guerra contra Rusia y contra los Estados ex soviéticos de la zona, para amenazar el suministro de gas y de petróleo a Europa occidental y la economía rusa. Pero no puede sostener la independencia en Kosovo porque le conviene, pero rechazarla en Osetia del Sur, en Abjazia (cuyas independencias Moscú apoya contra Tbilisi y Washington) o en Transdnieper, en la República de Moldavia o en el Alto Karabaj, y próximamente quizás en el este y sur de Ucrania, comenzando por la península de Crimea, donde Rusia tiene su importantísimo puerto militar de Sebastopol. No puede haber dos pesos y dos medidas : no hay un principio válido sólo para “los buenos” pero no para un “Eje del Mal”, por otra parte de geometría variable según las conveniencias de Washington.
En 1848, con la revolución llamada “la primavera de los pueblos”, comenzó un intento de dar una base étnica y lingüística al mapa de los estados en un continente donde las migraciones y las ocupaciones militares han mezclado inextricablemente las etnias y las culturas. Por lo tanto, si en el plano de la democracia la autonomía municipal es esencial, por ejemplo para ejercer el presupuesto participativo, y si en el de los pueblos indígenas es su derecho inalienable, las otras autonomías deben ser analizadas caso por caso y las exigencias separatistas de las oligarquías locales deben ser rechazadas de plano, por todos los medios, para impedir la manipulación por el imperialismo de los territorios nacionales o la construcción de miniestados inviables, sometidos por lo tanto a protectores potentes.
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