Carlos Fazio
Se denomina tramoya a la maquinaria teatral para figurar o fingir prodigios o transformaciones. En sentido figurado, alude a un enredo hecho con ingenio, disimulo o maña. A su vez, tramoyista es una persona embaucadora, que usa engaños. Tramposa, pues. Con su gran peso simbólico, el concepto de tramoya explica el pasado reciente, lo acontecido el último bienio y la tendencia en México. Ésa ha sido la senda transitada en los últimos ocho lustros, que desemboca en la configuración del México actual: antidemocrático, excluyente, violento, con sus tramoyistas incluidos. Un país de corrupción, impunidad, fraudes y simulaciones sumergido hoy en el caos sociopolítico y en una guerra ininteligible, reguladora.
Como otras regiones del mundo, el gran enredo mexicano es un laboratorio de los planes de control militar, económico y geopolítico de Estados Unidos. Pero además, en un plano de subordinación a los designios del imperio, la guerra contra los malos de Felipe Calderón, mediante un calculado uso del terror enmascarado como limpieza, es funcional a las elites nativas trasnacionalizadas.
Se trata de una estrategia del Estado y de las elites para fabricar enemigos internos y descomponer los conflictos sociales, con un saldo costoso para todos, menos para ellos. Pero esto no empezó en 2007. Viene de antes. Cambiaron, sí, algunas formas de la violencia. Y aparecieron nuevos protagonistas. Aunque muchos vienen del pasado; han estado incrustados en los intersticios de los poderes fáctico e institucional durante años. A comienzos de los 90 se rompieron pactos y reglas entre ellos y vinieron las traiciones violentas. Por eso, no hay que engañarse con la charlatanería y las tramoyas perversas de los que mandan y sus administradores.
Veamos. En 1968, la rebelión de los estudiantes, con Tlatelolco como epicentro, propició una respuesta violenta, desproporcionada, del Estado. Fue el inicio de una fase regresiva, contrarrevolucionaria. Como dice Paolo Virno, literalmente empezó una revolución a la inversa, que consolidó y relanzó el mando capitalista en el país. Igual que su opuesto simétrico, la contrarrevolución no dejó nada intacto.
Amparado en el estado de excepción, el diazordacismo construyó de manera activa un peculiar “nuevo orden”, reforzado después por el echeverrismo y su guerra sucia paramilitar. Excedidos en su capacidad de disuasión, utilizando a los medios masivos para inducir a la degradación, los pacificadores de antaño intentaron invisibilizar la comprensión del conflicto. Pero frente al negacionismo del régimen con sus envolturas y confusiones, los críticos del sistema fueron capaces de subvertir el orden de la falacia, para hilar verdades. Aunque los criminales sigan libres e impunes todavía.
Volvamos al paramilitarismo como herramienta de la contrainsurgencia y la guerra sucia que en los años 70 devino en terrorismo de Estado. La estrategia implicó desarrollar estructuras criminales encargadas de eliminar al “enemigo interno”, por la vía de operaciones encubiertas y el accionar paramilitar. Bajo la coordinación de mandos del aparato de seguridad del Estado (Ejército, policías, organismos de inteligencia), agentes estatales sufrieron un proceso de mercenarización y se convirtieron en guerreros clandestinos e irregulares, coludidos muchas veces con sicarios, delincuentes comunes y narcotraficantes. Con lo que se rompieron los nexos entre ambos extremos de la cadena criminal.
Como brazo armado de la guerra sucia planificada por el Estado, el paramilitarismo jugó un papel clave en la regulación del conflicto interno. Pero después, quienes realizaron la limpieza reclamaron “lo suyo” al gobierno, el parlamento, la justicia y las distintas instancias de la nueva hegemonía nacional. Así, los “salvadores” de la patria, los que ordenaron, aplicaron y consintieron las ejecuciones sumarias extrajudiciales, las desapariciones forzadas, la tortura y se quedaron muchas veces con los bienes de las víctimas como botín de guerra, fueron recompensados y quedaron impunes e inmunes. Desde la cadena de mando, el presidente Luis Echeverría, para abajo.
Reciclado, difuminado o lavado el recurso paramilitar en el interior del Estado; convalidado el mercenarismo; normalizados y legitimados los viejos guerreros sucios y sus crímenes; premiados en lo jurídico, se construyó la ficción de un “Estado de derecho”. Funcionó la tramoya, pues. Impunes e inmunes los benefactores, hacedores y beneficiarios del mercenarismo-paramilitarismo de ayer (gobernantes, empresarios, banqueros, políticos, parlamentarios, ex jefes y comandantes de la Dirección Federal de Seguridad, la Procuraduría General de la República y las Fuerzas Armadas, incluidos desertores de elite del Ejército), muchos hacen parte hoy de los círculos de poder, y otros más abajo integran amplísimas redes de (in)seguridad gubernamentales, articuladas con cuerpos de informantes y organizaciones criminales en el marco de un Estado de tipo delincuencial y mafioso.
La violencia actual, con todo su horror y sus renovados niveles de degradación e ininteligibilidad –con sus policías, soldados y civiles degollados, sus avionazos, granadazos y civiles asesinados en los retenes militares–, es fruto de aquellos lodos. Con su guerra reguladora, Calderón “calentó” las plazas y desorganizó, en la etapa, el negocio criminal; su administración y protección institucional. Por eso, ahora, los mensajes y los tramoyistas de ocasión hablan de volver a pactar y negociar. De administrar la criminalidad organizada como antaño. Se trata de desenredar los pleitos entre famiglias, mafias y reguladores a sueldo, en el marco de una pugna por territorios y ganancias, donde nadie tiene las manos limpias.
Frente a eso, desde la ética, sólo queda la resistencia legítima. La búsqueda de una utopía de cambio social y político, desde abajo y a la izquierda, sumando la horizontalidad de las luchas cualquiera sean sus formas.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario