Editorial
El episodio en torno al bando de policía y buen gobierno aprobado hace unos días por la mayoría panista del ayuntamiento de Guanajuato, y declarado en suspenso por el edil de esa capital, Eduardo Romero Hicks, tras las numerosas expresiones de protesta y hasta de burla que generó, constituye un ejemplo claro de la ideología y de los métodos de gobierno del partido que hoy detenta el poder federal. El reglamento referido imponía multas y penas de cárcel para comportamientos que algunas mentalidades cavernarias consideran ajenas a los “valores” y a la “civilidad” cuando se realizan en espacios públicos, como besarse, pronunciar “palabras altisonantes”, realizar manifestaciones, pedir limosna, dar orientación no solicitada a los turistas y, en general, “toda conducta que propicie el afeamiento de la ciudad”.
El bando, aunque políticamente inviable, como lo demostró el escándalo al que dio lugar, puso de manifiesto lo lejos que están dispuestos a llegar algunos segmentos del panismo en materia de provocaciones autoritarias, y obliga a preguntarse si tales segmentos realmente actúan por su cuenta o si realizan un sondeo sistemático de los ánimos sociales para detectar huecos en el desarrollo de la conciencia cívica del México moderno a fin de intentar una regresión política de grandes proporciones. Porque si bien la dirigencia nacional de los albiazules se deslindó con presteza del disparatado reglamento, ha guardado silencio ante otros hechos contrarios al espíritu de tolerancia y de respeto a la diversidad y a los derechos humanos y sociales conquistados por la ciudadanía en décadas recientes: hace un par de años, por ejemplo, el panismo guanajuatense intentó una reforma legal bárbara para penalizar la interrupción de embarazos producto de una violación, en lo que pretendió ser una respuesta a la despenalización del aborto emprendida por la Asamblea Legislativa del Distrito Federal; el año pasado el gobernador de Jalisco, Emilio González Márquez, intentó financiar con fondos públicos la erección de un santuario cristero, y hace apenas unos días empezó en esta capital un cónclave que reúne a lo más reaccionario del catolicismo para defender lo que la jerarquía eclesiástica llama “valores familiares” –en realidad, un conjunto de preceptos orientados a imponer la sujeción a los dictados católicos en individuos y familias–, y que si bien fue desairado por el pontífice Benedicto XVI, contó nada menos que con la presencia militante del titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa. En todos esos casos, en los que se ha hecho ostentación de conservadurismo anacrónico, intolerancia, hipocresía y moralismo mojigato, la dirigencia de Acción Nacional ha guardado silencio o, peor aún, ha salido en defensa de tales posturas.
No resulta exagerado, por ello, suponer que el panismo gobernante no sólo pone en práctica los excesos más dañinos de la ideología neoliberal con métodos de control del poder heredados del priísmo jurásico, sino pretende operar un retroceso del país a los tiempos previos a la separación entre la Iglesia y el Estado y a las épocas en las que se intentaba regular la vida social por medio de los otrora célebres manuales de buenas costumbres.
Por fortuna, la reacción no ha corrido con mucho éxito en tales empeños y no pocas veces ha debido dar marcha atrás ante el rechazo social. Pero el partido gobernante y sus afiliados tendrían que darse cuenta, tras ocho años de ejercer la Presidencia y varios más de haber alcanzado sus primeras gubernaturas, que México está instalado en el siglo XXI y que los problemas nacionales del presente no están en un déficit de buenas costumbres, sino en la desigualdad, la pobreza, la impunidad, la corrupción, la crisis de representatividad y la falta de sentido de realidad que afecta a buena parte de los funcionarios.
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