Robert Fisk
Una vez más, Israel ha abierto las puertas del infierno para los palestinos. Cuarenta refugiados civiles muertos en una escuela de Naciones Unidas, otros tres en otro plantel de este tipo. No está mal para una noche más de trabajo en Gaza a cargo del ejército israelí, que cree en la “pureza de las armas”. ¿Debería sorprendernos?
Ya se nos olvidaron los 17 mil 500 muertos –casi todos civiles, la mayoría mujeres y niños– durante la invasión de Israel a Líbano, en 1982; los mil 700 palestinos muertos durante la matanza de Sabra y Chatila; la masacre de Qanaen en que murieron 106 civiles libaneses refugiados, más de la mitad de ellos niños, en una base de la ONU; la matanza de los refugiados de Marwahin, a quienes Israel ordenó salir de sus casas en 2006 para luego ser asesinados por helicópteros israelíes; los mil muertos en el mismo bombardeo del mismo año y en la invasión a Líbano, y lo mismo, casi todos civiles.
Lo que es sorprendente de los líderes occidentales, tanto presidentes como primeros ministros y, me temo, directores de medios y periodistas, es que se han tragado la vieja mentira de que Israel se cuida mucho de evitar víctimas civiles. “Israel hace todo el esfuerzo posible para evitar afectar a civiles”, aseguró de nuevo otro embajador israelí horas antes de la matanza en Gaza.
Y cada presidente y primer ministro que ha repetido esta mendacidad como excusa para no exigir un cese del fuego tiene en las manos la sangre de la carnicería de anoche. Si George W. Bush hubiera tenido el valor de exigir un cese del fuego hace 48 horas, todos esos ancianos, mujeres y niños, esos 40 civiles, estarían vivos.
Lo que ocurrió no sólo es una vergüenza: fue una desgracia. ¿Sería exagerado llamarlo crimen de guerra? Porque así es como llamaríamos esta atrocidad si Hamas la hubiera cometido. Por lo tanto, me temo, estamos ante un crimen de guerra.
Después de cubrir tantos asesinatos masivos a manos de ejércitos de Medio Oriente –por soldados sirios, iraquíes, iraníes e israelíes–, supongo que debería yo reaccionar con cinismo. Pero Israel proclama que está combatiendo en la guerra “internacional contra el terror”. Los israelíes aseguran luchar en Gaza por nosotros, por nuestros ideales occidentales, por nuestra seguridad y para salvarnos, de acuerdo con nuestras normas. Y así somos cómplices de las salvajadas que se cometen en Gaza.
Ya he reportado las excusas que en el pasado ha dado el ejército israelí por estos atropellos. Como está claro que serán recalentadas en las próximas horas, aquí les obsequio algunas: los palestinos mataron a sus propios refugiados, los palestinos desenterraron cuerpos de los cementerios y los plantaron en las ruinas. Y a final de cuentas, los palestinos tienen la culpa por haber apoyado a una facción armada, y además porque los palestinos armados deliberadamente utilizan a refugiados inocentes como escudos humanos.
Cuando la derechista Falange libanesa, aliada de Israel, perpetró la matanza de Sabra y Chatila, los soldados israelíes se quedaron ahí, observándolos durante 48 horas, sin hacer nada, y esto fue revelado por una investigación a cargo de una comisión israelí.
Posteriormente, cuando Israel fue acusado de esa matanza, el gobierno de Menachem Begin acusó al mundo de calumniar con sangre a su país. Después que la artillería israelí disparó bombas contra una base de la ONU en Qana, en 1996, los israelíes afirmaron que hombres armados de Hezbollah también se refugiaban en dicha base. Era mentira. Los más de mil muertos en 2006 en una guerra que comenzó cuando Hezbollah capturó a dos soldados israelíes en la frontera simplemente se achacaron a Hezbollah.
Israel aseguró que los cuerpos de niños asesinados en la segunda matanza de Qana fueron tomados de un cementerio. Ésa fue otra mentira.
Nunca hubo excusas para la masacre en Marwahin. Se ordenó a los pobladores de la aldea que huyeran y ellos obedecieron sólo para ser atacados por barcos artillados israelíes. Los refugiados tomaron a sus niños y los colocaron en torno a los camiones en que viajaban, para que los pilotos israelíes pudieran ver que eran inocentes. Fue entonces cuando los helicópteros israelíes les dispararon a corta distancia. Sobrevivieron sólo dos personas, haciéndose pasar por muertos. Israel ni siquiera ofreció disculpas por este episodio.
Doce años antes, otro helicóptero israelí atacó una ambulancia que llevaba civiles de una aldea a otra –de nuevo obedeciendo órdenes de Israel– y mató a tres niños y dos mujeres. Los israelíes aseguraron que había un combatiente de Hezbollah en la ambulancia. Era mentira. Yo cubrí todas estas atrocidades, investigué, hablé con sobrevivientes. Lo mismo hicieron varios colegas. Nuestro destino, desde luego, fue enfrentar la más vil de las calumnias: se nos acusó de antisemitas.
Y escribo lo siguiente sin la menor duda: escucharemos de nuevo estas escandalosas fabricaciones. Nos repetirán la mentira de que Hamas tiene la culpa. Dios sabe que éste es culpable de suficientes cosas sin tener que añadir este crimen. Probablemente nos salgan también con la mentira de “los cuerpos sacados del cementerio”, y seguramente también escucharemos de nuevo la mentira de que “Hamas estaba dentro de la escuela de la ONU”. Y definitivamente, nos dirán de nuevo la mentira del antisemitismo. Y nuestros líderes soplarán y resoplarán y le recordarán al mundo que fue Hamas el que rompió el cese del fuego.
Sólo que no fue así. Israel lo rompió primero, el 4 de noviembre, cuando dio muerte a seis palestinos durante un bombardeo a Gaza, y de nuevo el 17 de noviembre al matar con otro bombardeo a cuatro palestinos más.
Sí, los israelíes merecen seguridad. Veinte israelíes muertos en los alrededores de Gaza en 10 años es, desde luego, una cifra horrible. Pero 600 palestinos muertos en poco más de una semana y miles de muertos desde 1948, a partir de cuando la matanza israelí de Deir Yassin impulsó el éxodo palestino de esa parte de Palestina que se convertiría en Israel, es una escala totalmente distinta.
Esto recuerda, no lo que sería el normal derramamiento de sangre en Medio Oriente, sino una atrocidad del nivel de la guerra de los Balcanes en los años 90.
Desde luego, cuando un árabe se levante y con furia sin freno arroje hacia Occidente su ira incendiaria y ciega, diremos que eso nada tiene que ver con nosotros. “¿Pero por qué nos odian?”, nos preguntaremos. No vayamos a decir que no sabemos la respuesta.
© The Independent
Traducción: Gabriela Fonseca
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