Ángel Guerra Cabrera / I
En día como hoy, hace medio siglo, Fidel Castro entraba en La Habana luego de recorrer la isla envuelto en un desbordamiento de júbilo, cariño y adhesión popular casi unánime, sin precedente en la historia de Cuba y difícilmente igualado nunca por otro líder en parte alguna.
Aunque el triunfo rebelde se produjo el primero de enero, coronado por la gran huelga general revolucionaria que liquidó el postrer intento imperialista de sustituir al tirano en fuga por un gobierno títere, transitar la ruta de Santiago de Cuba –en el oriente– hasta la capital tomó a la caravana guerrillera ocho días más.
Fidel concedió la mayor prioridad a la Caravana de la Libertad, como fue conocida, que cumplió un objetivo primordial al reafirmar tempranamente y con toda claridad el carácter profundamente popular de la revolución y contribuir a la consolidación de la victoria. No tenía mayor prisa por llegar a La Habana, ya en manos del Che Guevara y Camilo Cienfuegos, que tras derrotar a las fuerzas de la dictadura en el centro de Cuba habían recibido de la Comandancia General rebelde la orden de marchar aceleradamente hacia allí y ocupar sus principales puntos estratégicos.
Ante las multitudes que exclamaban: “gracias Fidel”, en decenas de pueblos y ciudades a lo largo de la marcha el comandante enfatizó tres ideas: eran el ejército y el liderazgo revolucionarios los agradecidos al pueblo, pues sin su apoyo no habría sido posible el contundente triunfo obtenido (desmoronó no sólo la dictadura de Batista y sus cuerpos represivos, sino el aparato estatal y la institucionalidad en que se sostenían la dominación imperialista y oligárquica desde la intervención yanqui de fines del siglo XIX); la victoria de la guerra revolucionaria, por consiguiente, era del pueblo de Cuba y de nadie más, no obstante que –puede argüirse– el Movimiento 26 de Julio hubiera tenido un papel decisivo en la elaboración y conducción de su estrategia y táctica. Aunque llegar hasta ahí había demandado grandes sacrificios, lo más difícil estaba por venir y el concurso del pueblo seguiría siendo indispensable.
La caravana dejó sentado lo que sería, y ha sido, el modo de hacer política del poder revolucionario: “con los humildes, por los humildes y para los humildes”. Ello da la clave en gran parte, desde la perspectiva de los 50 años transcurridos –o 56 si partimos del ataque al cuartel Moncada, que ya sembró la semilla–, para explicarse la insólita revolución socialista y la resistencia de Cuba, país pequeño y subdesarrollado, contra la implacable hostilidad de la más grande potencia militar de la historia, situada muy cerca de sus costas. Más sorprendente cuando, en medio de las severas penurias impuestas a los cubanos por el derrumbe del llamado socialismo real y el simultáneo recrudecimiento del bloqueo, de la generalización en el mundo de las políticas neoliberales, los dirigentes y el pueblo de la isla decidieron defender al precio que fuera necesario la soberanía nacional y la equidad socialista contenida en las conquistas revolucionarias fundamentales. En gesto que trascendería con creces los límites de la isla, se adoptó en consulta con los ciudadanos una estrategia de supervivencia que, si exigía perentoriamente un grado de apertura económica, fue concebida de modo que no implicara privatizar los bienes públicos ni abandonara a nadie a la acción ciega del mercado.
Sin ir más lejos, de no haber ofrecido Cuba ese ejemplo moral ante la adversidad, difícilmente los actuales procesos populares latinoamericanos contra el neoliberalismo y por la integración latinocaribeña, e incluso contra el capitalismo, hubieran despuntado tan temprana y vigorosamente hasta trasformar en apenas dos décadas en favor de los pueblos la correlación de fuerzas en la región. Se ha dicho con razón que Cuba abrió el camino a la liberación de América Latina del yugo imperialista. Cabría añadir que lo hizo dos veces: inmediatamente después del triunfo de la revolución, cuando dio inicio a un singular ciclo internacional de rebeldías populares por su magnitud y escala, y también en el momento en que se derrumbó el socialismo real y, como a las puertas del Infierno de Dante, pareció inscribirse en el horizonte de los de abajo la terrible sentencia “abandonad toda esperanza”. Entonces la esperanza se llamó Cuba.
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