Bernardo Bátiz V.
La Jornada
Atenco, dice el doctor Antonio Peñafiel en su Diccionario de jeroglíficos de nombres geográficos (1885), tiene un glifo peculiar, unos labios o boca semiabierta, hacia el agua o rodeada de agua. Atenco es un pueblo muy antiguo, prehispánico, situado en la ribera de ese mar interior que fue el gran lago de Texcoco, lo imagino poblado por pescadores y cazadores de aves acuáticas, con chinampas en las orillas y milpas en las tierras más altas, casas humeantes y un teocali en el centro; su historia debe ser muy parecida a la de otros tantos pueblos que sucumbieron a la conquista española, primero incuria, después abandono, aislamiento y luego, con la desecación de los lagos, pobreza y trabajo agotador para sobrevivir.
Durante la Revolución es muy posible que los atenquenses hayan luchado por sus tierras al lado de las fuerzas zapatistas que tuvieron gran influencia en los rumbos de Tlaxcala y el estado de México. No hay que olvidar que fue muy cerca de este poblado, donde don Andrés Molina Enriquez lanzó en 1911 su celebre Plan de Texcoco, encaminado a reivindicar las tierras de los campesinos despojados por las haciendas y a rescatarlos de la esclavitud de las tiendas de raya y de la arbitrariedad de mayordomos y administradores.
Atenco, como tantos otros pueblos, valora sus tierras, que le dan el magro sustento, pero que también le proporcionan identidad, sentido de pertenencia e inspiran un patriotismo local que no fácilmente entienden los extraños; la tierra es sagrada para el campesino, no se concibe sin ella, y si un pueblo la pierde, pierde su razón de ser. Por eso la resistencia al proyecto del aeropuerto invasor que se pretendía en sus campos de cultivo, por eso los machetes y la tenacidad heroica de sus habitantes que con tanto empeño resistieron primero y al final impidieron el despojo.
Pero todo eso, por supuesto, lo ignoraron Fox, el gobernador, el secretario de Seguridad y sus respectivos cortesanos y operadores; para ellos los terrenos de Atenco eran tan sólo la perspectiva de un gran negocio, de oportunidad de contratos, inversiones y riquezas, y por ello no pueden perdonar a los tercos campesinos que les echaron a perder todo. No pudieron adueñarse del espacio a cambio de migajas, quedaron muy mal ante la opinión pública, y por lo tanto tenían que vengarse con el primer pretexto que tuvieron a la mano; lo hicieron, enviaron a sus policías a castigar a los reos del delito ya extinguido hace siglos, de “lesa majestad”, pero restablecido para el efecto de dar un escarmiento a esos alzados y desobedientes.
Para escarmentarlos a ellos y para asustar a otros posibles reclamantes en otros sitios y en otros momentos, se recurrió a la persecución bárbara, a las golpizas, a las detenciones arbitrarias y a los abusos de todo tipo. En otro momento o quizás en otra entidad, con ese escarmiento, las cosas hubieran regresado a su curso y la población estaría dolida y resentida, pero calmada.
En Atenco no sucedió así; sus habitantes siguieron su lucha, con sus líderes principales presos o escondidos, no han dejado de reclamar que se haga justicia y que se sancione a los responsables de la desalmada agresión, pero esto no es posible cuando los investigadores del delito habían sido nombrados por quienes tendrían que investigar.
El asunto, después de tiempo, tuvo que llegar a la Suprema Corte de Justicia, por vía de la investigación de violaciones a garantías individuales, reconocida en el artículo 97 constitucional, inspiración invaluable del Constituyente del 17; para cuando las instituciones regulares y locales no pueden o no quieren hacer justicia, al menos queda ese último recurso, que es la investigación del tribunal federal de mayor rango. Fue ésa la última esperanza de una condena adversa a los autores intelectuales y materiales de los hechos de Atenco, lástima que sólo tres de los integrantes del alto tribunal estuvieron a la altura de su papel de juzgadores de nivel superior, con autoridad moral para señalar culpables con nombres y apellidos; la mayoría, en defensa de su propia clase social y quizás de sus amigos y anfitriones, rebajó la resolución y sólo se atrevió a decir que sí hubo violación a garantías individuales, pero que sólo eran condenables los ejecutores materiales, mientras que quedaron impunes y tranquilos los más encumbrados.
A pesar de ello, el baldón es difícil de quitar, para quienes aun exonerados en la fórmula de la resolución fueron señalados por parte importante de la opinión pública y por la minoría de ministros durante el debate. Helioflores, el agudo caricaturista, hace unos días fue más elocuente que mil palabras. Aparecen en el cartón, publicado en El Universal, el gobernador Peña Nieto y el procurador Medina Mora con caras de niños incapaces ni de una travesura, bien peinados, pero atrás, sobre las sombras de sus cabezas, destacan las cruces de las tumbas que se supondrían de los jóvenes asesinados en los hechos; el título del editorial gráfico es por demás concluyente: “Sombras nada más”, pero añado, también nada menos: de esas sombras es difícil liberarse.
El 97, a pesar de la reticencia de quienes no gustan emplear las facultades que les otorga, volvió a funcionar.
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