Se hace necesario corromper la corrupción
Mario Benedetti
Si algo caracteriza en el mundo a la destrucción del Estado es la rapiña con que han actuado las elites, su voracidad con la que se apoderan de las riquezas de las naciones. Los límites a su depredación –que les ha permitido apoderarse de las empresas públicas, sectores estratégicos, llevar a cabo los servicios que antaño realizaba el propio Estado y acumular enormes fortunas a costa del erario y la sociedad– no son precisamente los impuestos por el imperio de las leyes, porque como sistema operan impunemente. La norma es la complicidad, la protección, el encubrimiento de los grupos de poder, los empresarios, el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial, mientras subsisten las estructuras despóticas, el derecho de los reyes.
El acotamiento a la rapiña de las elites está determinado por su creatividad. En ese sentido, la cleptocracia ha sido fecunda. Primero mostró su capacidad de mimetizarse; su disposición por abandonar su retórica nacionalista y sacrificar al Estado intervencionista, con cuyo amparo y usufructo habían crecido y fortalecido, ya que éste les garantizó un espacio geográfico protegido para la acumulación de capital, pero con el cual no se sentían precisamente cómodos; de adoptar el discurso ideológico del “consenso” de Washington, promovido por el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y el GATT-OMC, el cual, bajo el supuesto friedmaniano de que el arbitraje interfería en el funcionamiento victoriano del “mercado libre” y la “creatividad” empresarial, desencadenó una cruzada mundial para desmantelar los Estados nacionales y abrir las economías. Lo que se trataba era sencillo: privatizar la vida pública, desnacionalizar las economías y subordinarlas al mercado internacional, bajo los intereses del capital trasnacional que requerían ampliar su acumulación a escala mundial. La estrategia impuesta también fue simple.
Con las políticas estabilizadoras se impuso la eliminación del déficit fiscal, al que se le responsabilizó de la inflación y todos los males imaginables. El ajuste fiscal recayó en los egresos públicos, ya que, al mismo tiempo, se recortaron los impuestos a las empresas y los sectores de altos ingresos. Ante los escasos recursos disponibles, se castigó el gasto programable, el social y de inversión, no el destinado al pago de la deuda estatal, lo que deterioró la calidad y cobertura de los servicios públicos que generó el descontento de la población (el Estado como desastre), la construcción del consenso necesario para justificar el desmantelamiento del Estado y la coartada requerida para abrir las puertas a la participación del sector privado que, imaginariamente, es más eficiente y “ético”, porque los límites a la desmesura del que carecía el sector público se los imponen la “competencia”, el licencioso ojo “escrutador” del cancerbero de las leyes y la “sanción” de los ciudadanos travestidos en consumidores. A lo anterior siguieron las contrarreformas estructurales reaganiana-thatcheriana de varias generaciones con un solo fin: jibarizar al Estado, desaparecer y vender empresas públicas; ceder actividades exclusivas del Estado al empresariado, retirarlo de sectores estratégicos, compartir el negocio público con el privado: la energía, la educación, la salud, el agua, las comunicaciones, el transporte, las carreteras, los fondos de pensión, los servicios financieros, las obras públicas, el abastecimiento. Hasta donde alcance la generosidad gubernamental y la “creatividad” empresarial. El horizonte de lo público ahora privatizado es dilatado.
Pero como nada es gratis en la vida, las elites no se conformaron con ser mudos testigos en el festín que se dan las empresas multinacionales con las riquezas del Estado y la nación. Exigieron su parte en la rapiña; algún beneficio tienen que obtener. No es lo mismo ser una burguesía dominante hacia dentro y dominada hacia fuera, que simples palafreneros. Ahora dominada en ambos lados, exigió ser “socio”, aunque sea liliputiense, para compartir el botín: a menudo humildes pero sustanciosos despojos, comparados con los de los inversionistas extranjeros. En el banquete ha demostrado soberbiamente su “perspicacia”. Al binomio privatización-trasnacionalización lo transformaron en triada al añadirle la corrupción, a veces refinada, a ratos arrabalera, pero jugosa para acrecentar fortunas. Con ello no quiero decir que antes no existiera la pudrición; como los nuevos ricos, sólo se volvió más desvergonzada. Eso depende de las relaciones en los laberintos del poder y las redes de protección que sean capaces de construir. Sea flemática o advenediza, la podredumbre es sagaz: los irresistibles precios cobrados por las empresas rematadas, previamente saneadas y extrañamente valuadas porque se venden por debajo de sus valores reales, a depredadores elegidos desde el Olimpo; el tráfico de influencias, la información privilegiada y el respectivo cobro de comisiones, los sobornos, el otorgamiento de créditos públicos, en ocasiones subsidiados, por si los afortunados y con frecuencia amnésicos compradores carecen de la liquidez necesaria, ya que no es raro que se les olvide saldar sus compromisos de honor que luego son cancelados, sin pruritos; las exenciones fiscales, uso discrecional del dinero de las ventas; los favores familiares y a los amigos; la compra de las empresas por los mismos funcionarios o interpósita persona si es que se presenta el conflicto de intereses; las concesiones o concesiones directas, restringidas o arregladas para realizar negocios con los gobierno: abastecimiento, obras en nombre del Estado o explotación exclusiva de actividades y sectores estatales, bajo comprensibles arreglos contables en la travesía por el aumento de costos de insumos, del crédito o cualquier imprevisto, ajustes siempre escrupulosos por los empresarios y los administradores, cuya ética está fuera de duda, por lo que es innecesaria la presencia de otros garantes de la legalidad; la renegociación de la deuda pública y la conversión de la privada en pasivos de la nación, por medio de procedimientos sólo para iniciados. Ésas son unas cuantas técnicas de las empleadas por las sutiles elites.
Es natural que los gobiernos protejan la información sobre las privatizaciones, concesiones, licitaciones y demás como si fueran secretos de Estado, que los “libros blancos” abiertos al público sobre los procesos sean tan transparentes que deliberadamente no informen nada –que desinformen, para ser precisos– o que operen en las translúcidas leyes que aprobaron ad hoc con antelación, porque siempre habrá un ignaro cretino que ponga en duda los procedimientos y su pulcro apego al estado de derecho, algún mal perdedor, un avieso descontento, antes y después. Excesiva democracia paraliza la “modernización”. Afortunadamente los déspotas no tienen esos inconvenientes, mientras no se derrumben. Pero los republicanos tropicales siempre tienen la salvaguarda de las leyes ambiguas, la ausencia de mecanismos de sanción, la comprensión de los responsables de la justicia y del congreso. En última instancia el recurso de las lealtades, las complicidades, la protección, el pago de servicios. Si después emerge algún acto de corrupción, si no se cumplen las expectativas en precios y calidad de los bienes y servicios privatizados o concesionados, o en las obras realizadas por los contratistas, sólo serán simples anomalías que no pervierten la pureza del modelo neoliberal, perfectible como cualquier otro.
De Estados Unidos a Rusia supuran las llagas de la corrupta “creatividad” empresarial y gubernamental. Si funciona la maquinaria de la justicia, esas tentaciones son acotadas y sancionadas, sin el desasosiego de la población, porque sabe y tiene confianza que el estado de derecho y el patrimonio público estarán salvaguardados, hecho que no sucederá donde priva la solidaridad mafiosa. El sistema siempre estará bajo sospecha, acrecentada por la esquiva postura gubernamental como sucede en México, lo que obliga a la sociedad, sus miembros activos y organizados, asumir la responsabilidad abandonada por el gobierno: velar por la salud pública para evitar que la destruya la corrupción.
En esa tarea juegan un papel fundamental los periodistas que deciden no postrarse ante el poder y medrar de él, como son los casos de Miguel Badillo, Ana Lilia Pérez y sus compañeros de las revistas Contralínea y Fortuna, que a costa de su seguridad, del amedrentamiento, las amenazas de muerte, la virtual cacería emprendida en contra de ellos, deciden develar, de manera seria, las relaciones anómalas entre gobernantes y empresarios. A los supuestos garantes del estado de derecho les corresponde investigarlas. Las denuncias están allí, documentadas. Pero en lugar de asumir sus responsabilidades, desvían la mirada hacia otro lado: consideran que los periodistas rebasaron “el límite del derecho a las libertades de expresión e información”, consideradas derechos humanos fundamentales. ¿Y las denuncias documentadas carecen de importancia, al igual que el amedrentamiento y las amenazas de muerte? ¿Antes de ellas se agotan caprichosamente los límites de la “libertad de expresión” y los “derechos humanos”? ¿Esos actos sí tienen permiso? ¿Acaso la aplicación de la justicia es lenta pero segura y, por tanto, debemos tener paciencia mientras llega el juicio final, a riesgo de que prescriba el supuesto delito? ¿Su función es encubrir las prácticas anómalas y actuar por consigna o cuando es inevitable, por las razones que sean? El curso de las investigaciones sobre la presunción del tráfico de influencias, el conflicto de intereses o la corrupción alrededor de Juan Camilo Mouriño o la familia Fox o Francisco Gil Díaz, por mencionar algunos casos, sólo han acrecentado legítimamente el descrédito de las autoridades y las instituciones. Las resoluciones de jueces y magistrados se encargan de reforzarlas.
En el paraíso del imperio de las leyes llamado México, nadie tiene derecho a dudar sobre las privatizaciones y reprivatizaciones de empresas públicas, rescates, concesiones, obras y servicios, la multiplicidad de relaciones construidas entre el gobierno y el sector privado. Somos la excepción mundial y de la historia. Jueces, magistrados y demás funcionarios se merecen un recatado monumento, al menos. Nadie debe sentirse inquieto por los contratos firmados con el sector privado (Pidiregas), cuyo monto acumulado entre 1997 y 2008 ascendió a 1 billón 183 mil millones de pesos, de los cuales, al menos, 900 mil millones corresponden a Pemex, alrededor de 80 mil millones en promedio anual.
¡Qué diferencia de México, gracias a las autoridades de aquellos países donde las elites, desde el poder político, destruyeron al Estado y sus naciones, se apoderaron de los bienes públicos, cambiaron la propia estructura de poder y se convirtieron en la nueva burguesía! Joseph Stiglitz, en su libro El malestar en la globalización, afirma que las privatizaciones se llevaron a cabo sin controles, se sustituyeron los monopolios públicos por los privados provocando sufrimientos a los consumidores, y que estuvieron envueltas en un marco de corrupción y sobornos. Debió añadir que salvo el caso excepcional de México.
En Chile, a ese grupo se les conoce delicadamente como las pirañas, encabezado por Augusto Pinochet. Ellos son ahora 34 nuevos ricos y personajes importantes en la vida política de su país. Varios de ellos tienen al menos tres características: son chicago boys, redomados católicos (egresados de la Universidad Católica de Chile) que le ofrecieron a la dictadura el modelo neoliberal y de privatizaciones. Se apoderaron de 725 empresas estatales privatizadas entre 1973 y 1990, según la comisión oficial investigadora de ese proceso y el libro El saqueo de los grupos económicos al Estado chileno, de la periodista María Olivia Monckeberg. Al menos la venta de 30 empresas más grandes (la Compañía de Acero del Pacífico, CAP; la Empresa Nacional de Electricidad, ENDESA, con su vasta red de generadoras y embalses; la Línea Aérea Nacional, LAN, con sus jugosos derechos de ruta propios de la nación; la Compañía de Teléfonos de Chile, CTC, virtual monopolio de la telefonía; la Industria Azucarera Nacional, IANSA; SOQUIMICH, con todas las pertenencias mineras bajo protección del fisco, etcétera) representó un saqueo al Estado por 6 mil millones de dólares. En Argentina, las privatizaciones menemistas (Entel, Aerolíneas Argentinas, Petroquímica Bahía Blanca, concesiones petroleras, etcétera), según la oficial oficina anticorrupción, fueron curiosamente similares a las chilenas. El periodista Horacio Verbitsky lo calificó como Robo para la corona. Los frutos prohibidos del árbol de la corrupción. David E. Hoffman, del Washington Post, documentó cómo se labraron las fortunas con la corrupción, tráfico de influencias, remate de empresa y otras formas por los nuevos potentados rusos (en su libro Los oligarcas. Poder y dinero en la nueva Rusia). En Perú, el economista Óscar Ugarteche, en su libro Vicios públicos. Poder y corrupción, documenta prolijamente la “creatividad” de la elite autóctona, que incluye la deuda pública. Sus arquitectos más destacados fueron Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos. En Bolivia y Brasil comparten el “honor” los exgobernantes Jaime Paz Zamora (las empresas Yacimientos Petrolíferos, corporación minera, ferrocarriles, telecomunicaciones, electricidad o aérea).
La lista es prolija para el limitado espacio, pero esos y otros casos guardan algunos rasgos en común: la corrupción en las privatizaciones y la concesión de servicios y obras públicas; la complicidad, el encubrimiento de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial en regímenes autoritarios o “democracias” neoliberales”; el valeroso trabajo de los periodistas por develar la miseria sistémica, pese a la oposición y persecución de las elites que llegó al asesinato; los esfuerzos de los nuevos gobiernos por revisar esos procesos y tratar de aplicar las leyes.
Afortunadamente en México no se requiere la limpieza legal de la casa.
Mario Benedetti
Si algo caracteriza en el mundo a la destrucción del Estado es la rapiña con que han actuado las elites, su voracidad con la que se apoderan de las riquezas de las naciones. Los límites a su depredación –que les ha permitido apoderarse de las empresas públicas, sectores estratégicos, llevar a cabo los servicios que antaño realizaba el propio Estado y acumular enormes fortunas a costa del erario y la sociedad– no son precisamente los impuestos por el imperio de las leyes, porque como sistema operan impunemente. La norma es la complicidad, la protección, el encubrimiento de los grupos de poder, los empresarios, el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial, mientras subsisten las estructuras despóticas, el derecho de los reyes.
El acotamiento a la rapiña de las elites está determinado por su creatividad. En ese sentido, la cleptocracia ha sido fecunda. Primero mostró su capacidad de mimetizarse; su disposición por abandonar su retórica nacionalista y sacrificar al Estado intervencionista, con cuyo amparo y usufructo habían crecido y fortalecido, ya que éste les garantizó un espacio geográfico protegido para la acumulación de capital, pero con el cual no se sentían precisamente cómodos; de adoptar el discurso ideológico del “consenso” de Washington, promovido por el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y el GATT-OMC, el cual, bajo el supuesto friedmaniano de que el arbitraje interfería en el funcionamiento victoriano del “mercado libre” y la “creatividad” empresarial, desencadenó una cruzada mundial para desmantelar los Estados nacionales y abrir las economías. Lo que se trataba era sencillo: privatizar la vida pública, desnacionalizar las economías y subordinarlas al mercado internacional, bajo los intereses del capital trasnacional que requerían ampliar su acumulación a escala mundial. La estrategia impuesta también fue simple.
Con las políticas estabilizadoras se impuso la eliminación del déficit fiscal, al que se le responsabilizó de la inflación y todos los males imaginables. El ajuste fiscal recayó en los egresos públicos, ya que, al mismo tiempo, se recortaron los impuestos a las empresas y los sectores de altos ingresos. Ante los escasos recursos disponibles, se castigó el gasto programable, el social y de inversión, no el destinado al pago de la deuda estatal, lo que deterioró la calidad y cobertura de los servicios públicos que generó el descontento de la población (el Estado como desastre), la construcción del consenso necesario para justificar el desmantelamiento del Estado y la coartada requerida para abrir las puertas a la participación del sector privado que, imaginariamente, es más eficiente y “ético”, porque los límites a la desmesura del que carecía el sector público se los imponen la “competencia”, el licencioso ojo “escrutador” del cancerbero de las leyes y la “sanción” de los ciudadanos travestidos en consumidores. A lo anterior siguieron las contrarreformas estructurales reaganiana-thatcheriana de varias generaciones con un solo fin: jibarizar al Estado, desaparecer y vender empresas públicas; ceder actividades exclusivas del Estado al empresariado, retirarlo de sectores estratégicos, compartir el negocio público con el privado: la energía, la educación, la salud, el agua, las comunicaciones, el transporte, las carreteras, los fondos de pensión, los servicios financieros, las obras públicas, el abastecimiento. Hasta donde alcance la generosidad gubernamental y la “creatividad” empresarial. El horizonte de lo público ahora privatizado es dilatado.
Pero como nada es gratis en la vida, las elites no se conformaron con ser mudos testigos en el festín que se dan las empresas multinacionales con las riquezas del Estado y la nación. Exigieron su parte en la rapiña; algún beneficio tienen que obtener. No es lo mismo ser una burguesía dominante hacia dentro y dominada hacia fuera, que simples palafreneros. Ahora dominada en ambos lados, exigió ser “socio”, aunque sea liliputiense, para compartir el botín: a menudo humildes pero sustanciosos despojos, comparados con los de los inversionistas extranjeros. En el banquete ha demostrado soberbiamente su “perspicacia”. Al binomio privatización-trasnacionalización lo transformaron en triada al añadirle la corrupción, a veces refinada, a ratos arrabalera, pero jugosa para acrecentar fortunas. Con ello no quiero decir que antes no existiera la pudrición; como los nuevos ricos, sólo se volvió más desvergonzada. Eso depende de las relaciones en los laberintos del poder y las redes de protección que sean capaces de construir. Sea flemática o advenediza, la podredumbre es sagaz: los irresistibles precios cobrados por las empresas rematadas, previamente saneadas y extrañamente valuadas porque se venden por debajo de sus valores reales, a depredadores elegidos desde el Olimpo; el tráfico de influencias, la información privilegiada y el respectivo cobro de comisiones, los sobornos, el otorgamiento de créditos públicos, en ocasiones subsidiados, por si los afortunados y con frecuencia amnésicos compradores carecen de la liquidez necesaria, ya que no es raro que se les olvide saldar sus compromisos de honor que luego son cancelados, sin pruritos; las exenciones fiscales, uso discrecional del dinero de las ventas; los favores familiares y a los amigos; la compra de las empresas por los mismos funcionarios o interpósita persona si es que se presenta el conflicto de intereses; las concesiones o concesiones directas, restringidas o arregladas para realizar negocios con los gobierno: abastecimiento, obras en nombre del Estado o explotación exclusiva de actividades y sectores estatales, bajo comprensibles arreglos contables en la travesía por el aumento de costos de insumos, del crédito o cualquier imprevisto, ajustes siempre escrupulosos por los empresarios y los administradores, cuya ética está fuera de duda, por lo que es innecesaria la presencia de otros garantes de la legalidad; la renegociación de la deuda pública y la conversión de la privada en pasivos de la nación, por medio de procedimientos sólo para iniciados. Ésas son unas cuantas técnicas de las empleadas por las sutiles elites.
Es natural que los gobiernos protejan la información sobre las privatizaciones, concesiones, licitaciones y demás como si fueran secretos de Estado, que los “libros blancos” abiertos al público sobre los procesos sean tan transparentes que deliberadamente no informen nada –que desinformen, para ser precisos– o que operen en las translúcidas leyes que aprobaron ad hoc con antelación, porque siempre habrá un ignaro cretino que ponga en duda los procedimientos y su pulcro apego al estado de derecho, algún mal perdedor, un avieso descontento, antes y después. Excesiva democracia paraliza la “modernización”. Afortunadamente los déspotas no tienen esos inconvenientes, mientras no se derrumben. Pero los republicanos tropicales siempre tienen la salvaguarda de las leyes ambiguas, la ausencia de mecanismos de sanción, la comprensión de los responsables de la justicia y del congreso. En última instancia el recurso de las lealtades, las complicidades, la protección, el pago de servicios. Si después emerge algún acto de corrupción, si no se cumplen las expectativas en precios y calidad de los bienes y servicios privatizados o concesionados, o en las obras realizadas por los contratistas, sólo serán simples anomalías que no pervierten la pureza del modelo neoliberal, perfectible como cualquier otro.
De Estados Unidos a Rusia supuran las llagas de la corrupta “creatividad” empresarial y gubernamental. Si funciona la maquinaria de la justicia, esas tentaciones son acotadas y sancionadas, sin el desasosiego de la población, porque sabe y tiene confianza que el estado de derecho y el patrimonio público estarán salvaguardados, hecho que no sucederá donde priva la solidaridad mafiosa. El sistema siempre estará bajo sospecha, acrecentada por la esquiva postura gubernamental como sucede en México, lo que obliga a la sociedad, sus miembros activos y organizados, asumir la responsabilidad abandonada por el gobierno: velar por la salud pública para evitar que la destruya la corrupción.
En esa tarea juegan un papel fundamental los periodistas que deciden no postrarse ante el poder y medrar de él, como son los casos de Miguel Badillo, Ana Lilia Pérez y sus compañeros de las revistas Contralínea y Fortuna, que a costa de su seguridad, del amedrentamiento, las amenazas de muerte, la virtual cacería emprendida en contra de ellos, deciden develar, de manera seria, las relaciones anómalas entre gobernantes y empresarios. A los supuestos garantes del estado de derecho les corresponde investigarlas. Las denuncias están allí, documentadas. Pero en lugar de asumir sus responsabilidades, desvían la mirada hacia otro lado: consideran que los periodistas rebasaron “el límite del derecho a las libertades de expresión e información”, consideradas derechos humanos fundamentales. ¿Y las denuncias documentadas carecen de importancia, al igual que el amedrentamiento y las amenazas de muerte? ¿Antes de ellas se agotan caprichosamente los límites de la “libertad de expresión” y los “derechos humanos”? ¿Esos actos sí tienen permiso? ¿Acaso la aplicación de la justicia es lenta pero segura y, por tanto, debemos tener paciencia mientras llega el juicio final, a riesgo de que prescriba el supuesto delito? ¿Su función es encubrir las prácticas anómalas y actuar por consigna o cuando es inevitable, por las razones que sean? El curso de las investigaciones sobre la presunción del tráfico de influencias, el conflicto de intereses o la corrupción alrededor de Juan Camilo Mouriño o la familia Fox o Francisco Gil Díaz, por mencionar algunos casos, sólo han acrecentado legítimamente el descrédito de las autoridades y las instituciones. Las resoluciones de jueces y magistrados se encargan de reforzarlas.
En el paraíso del imperio de las leyes llamado México, nadie tiene derecho a dudar sobre las privatizaciones y reprivatizaciones de empresas públicas, rescates, concesiones, obras y servicios, la multiplicidad de relaciones construidas entre el gobierno y el sector privado. Somos la excepción mundial y de la historia. Jueces, magistrados y demás funcionarios se merecen un recatado monumento, al menos. Nadie debe sentirse inquieto por los contratos firmados con el sector privado (Pidiregas), cuyo monto acumulado entre 1997 y 2008 ascendió a 1 billón 183 mil millones de pesos, de los cuales, al menos, 900 mil millones corresponden a Pemex, alrededor de 80 mil millones en promedio anual.
¡Qué diferencia de México, gracias a las autoridades de aquellos países donde las elites, desde el poder político, destruyeron al Estado y sus naciones, se apoderaron de los bienes públicos, cambiaron la propia estructura de poder y se convirtieron en la nueva burguesía! Joseph Stiglitz, en su libro El malestar en la globalización, afirma que las privatizaciones se llevaron a cabo sin controles, se sustituyeron los monopolios públicos por los privados provocando sufrimientos a los consumidores, y que estuvieron envueltas en un marco de corrupción y sobornos. Debió añadir que salvo el caso excepcional de México.
En Chile, a ese grupo se les conoce delicadamente como las pirañas, encabezado por Augusto Pinochet. Ellos son ahora 34 nuevos ricos y personajes importantes en la vida política de su país. Varios de ellos tienen al menos tres características: son chicago boys, redomados católicos (egresados de la Universidad Católica de Chile) que le ofrecieron a la dictadura el modelo neoliberal y de privatizaciones. Se apoderaron de 725 empresas estatales privatizadas entre 1973 y 1990, según la comisión oficial investigadora de ese proceso y el libro El saqueo de los grupos económicos al Estado chileno, de la periodista María Olivia Monckeberg. Al menos la venta de 30 empresas más grandes (la Compañía de Acero del Pacífico, CAP; la Empresa Nacional de Electricidad, ENDESA, con su vasta red de generadoras y embalses; la Línea Aérea Nacional, LAN, con sus jugosos derechos de ruta propios de la nación; la Compañía de Teléfonos de Chile, CTC, virtual monopolio de la telefonía; la Industria Azucarera Nacional, IANSA; SOQUIMICH, con todas las pertenencias mineras bajo protección del fisco, etcétera) representó un saqueo al Estado por 6 mil millones de dólares. En Argentina, las privatizaciones menemistas (Entel, Aerolíneas Argentinas, Petroquímica Bahía Blanca, concesiones petroleras, etcétera), según la oficial oficina anticorrupción, fueron curiosamente similares a las chilenas. El periodista Horacio Verbitsky lo calificó como Robo para la corona. Los frutos prohibidos del árbol de la corrupción. David E. Hoffman, del Washington Post, documentó cómo se labraron las fortunas con la corrupción, tráfico de influencias, remate de empresa y otras formas por los nuevos potentados rusos (en su libro Los oligarcas. Poder y dinero en la nueva Rusia). En Perú, el economista Óscar Ugarteche, en su libro Vicios públicos. Poder y corrupción, documenta prolijamente la “creatividad” de la elite autóctona, que incluye la deuda pública. Sus arquitectos más destacados fueron Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos. En Bolivia y Brasil comparten el “honor” los exgobernantes Jaime Paz Zamora (las empresas Yacimientos Petrolíferos, corporación minera, ferrocarriles, telecomunicaciones, electricidad o aérea).
La lista es prolija para el limitado espacio, pero esos y otros casos guardan algunos rasgos en común: la corrupción en las privatizaciones y la concesión de servicios y obras públicas; la complicidad, el encubrimiento de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial en regímenes autoritarios o “democracias” neoliberales”; el valeroso trabajo de los periodistas por develar la miseria sistémica, pese a la oposición y persecución de las elites que llegó al asesinato; los esfuerzos de los nuevos gobiernos por revisar esos procesos y tratar de aplicar las leyes.
Afortunadamente en México no se requiere la limpieza legal de la casa.
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