Bucareli
Hace tres años voté para presidente de la República por un ciudadano sin partido político.Después de hacer público mi voto, recibí ataques por la inutilidad de emitirlo a sabiendas de que no sería contabilizado. El Código Federal de Procedimientos Electorales priva a los ciudadanos del derecho de votar por quien quieren, piedra fundacional de toda democracia, al dar a los partidos el monopolio absoluto del registro de candidatos, en el inciso 1 del artículo 218: “Corresponde exclusivamente a las partidos políticos nacionales el derecho de solicitar el registro de candidatos a cargos de elección popular”.Mi voto de entonces tuvo dos motivaciones. Primero, la satisfacción personal de votar por quien yo creía firmemente que tenía atribuciones suficientes para gobernarnos. Después, la parte de protesta que tal voto llevaba contra una ley defectuosa. Los hechos me dan la razón: la institución que ese ciudadano dirigió durante ocho años fue galardonada esta semana con el Premio Príncipe de Asturias. El premio no fue para él, por supuesto, sino para miles de alumnos y maestros, generaciones de mexicanos que han hecho de la UNAM un orgullo de México. Pero es un ejemplo de la restricción a que nos somete la fórmula que rige las elecciones.En otros países, las leyes que norman el proceso electoral permiten que los ciudadanos manifiesten su voluntad por conductos que no necesariamente sean partidos políticos. Ambos sistemas coexisten, parten del respeto al derecho ciudadano de escoger candidato, registrarlo para que aparezca en las boletas y poder votar por él. Es sana la existencia de partidos políticos. Lo que mi voto nulo pretende es abrir la discusión pública para examinar sin violencia cómo adecuar la ley a la exigencia de un número todavía indeterminado de ciudadanos que aspiran a registrar, sin mediación de partidos, sus candidatos a puestos de elección popular. Debemos analizar las posibilidades jurídicas y permitir a los ciudadanos sin partido, que somos los más en este país, aportar la fuerza de nuestro voto a la elección de mejores mandatarios.En México, quienes hicieron la ley privaron a los mexicanos del derecho de escoger y entregaron todo el poder a los partidos.José Woldenberg, aplaudido por su labor al frente de un Instituto Federal Electoral que ha perdido respeto desde su ausencia, publicó el jueves en Reforma un artículo en que pregunta: “¿Qué tienen en común Dulce María Sauri, José Antonio Crespo, Diego Valadés, Jacobo Zabludovsky, así como algunos otros intelectuales?... Los emparenta un malestar... están cansados de lo que ven en el scenario político… En México el voto anulado será, en el mejor de los casos, un termómetro del humor público, pero al final los votantes por los diferentes partidos y candidatos decidirán quiénes gobiernan y quiénes legislan”. Coincido con el comentario de Woldenberg, aunque no me convence de la necesidad de que sea exclusivo de los partidos el derecho de registrar candidatos.Junto a defensores de buena y mala fe de la ley electoral, se colocan instituciones y personas del más diverso pelaje que también se rasgan las vestiduras por las ofensas a su solución jurídica. Qué curioso.Las grandes, tradicionales y ricas agrupaciones que coinciden en defender la ley y calificar de estúpido y traidor a quien vote nulo, tienen un denominador común: están satisfechas. Personajes notorios sonríen seguros, con el optimismo propio de quien se siente dueño. Lucharán a morir por que nada cambie. Los partidos políticos les sirven la comida y debajo de la mesa algunos trovadores reciben los pellejos. Por eso el 5 de julio votaré nulo, aunque los invitados a la fiesta opinen que mi voto no vale. Mienten.Los votos nulos son contados. Tienen que ser admitidos por los funcionarios electorales si su número es mayor a la diferencia de votos entre los candidatos que van en primero y segundo lugares. En ese caso (artículo 279), se ordenará un nuevo escrutinio durante el cómputo oficial en las juntas distritales. O sea, que el voto nulo, no lo es tanto.Creo que mi voto del 2006 fue precursor de este movimiento espontáneo que, por la vía de la nulidad, se convierte en un escape al descontento. No nos dejemos confundir: abstenerse es una grave torpeza.Debemos ir a votar. Votar nulo. Opinar contra una manera de elegir a nuestros gobernantes que ha dado resultados lamentables. Por la vía legal y pacífica de nuestro voto, voto nulo, pedimos que se modifique la ley.
Eso es todo. Nada más.
De la UNAM y el Príncipe de Asturias hablaremos con calma. Para regocijarnos.
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