Raúl Zibechi
La Jornada
Es cierto. Las derechas latinoamericanas han aprendido de errores y fracasos del pasado reciente, están adecuando nuevas tácticas y preparan ofensivas que pretenden retrotraer la situación del continente al periodo anterior a los triunfos populares de comienzos de este siglo. Aspiran a instalar gobiernos conservadores, quitar de enmedio algunos aspectos molestos para la dominación de las elites y dejar el camino libre para cercar y aniquilar a sus verdaderos enemigos: los movimientos sociales populares. La resolución de la crisis en Honduras será una prueba de fuego. La consolidación de los golpistas, como ha señalado Fidel Castro, puede alfombrar el camino a regímenes autoritarios.
Sin embargo, una parte sustancial de los análisis miran en exclusiva sólo una parte del escenario, la que conforman los gobiernos, dejando de lado el hecho decisivo de que han sido y siguen siendo los movimientos de los de abajo los capaces de modificar a fondo la relación de fuerzas. Incluso en Bolivia, donde se han producido los mayores avances en un sentido antineoliberal, ha sido la movilización popular, junto a la decidida acción del gobierno de Evo Morales, la que puso en retirada a la oligarquía de Santa Cruz en septiembre del año pasado. Fue el cerco multitudinario a la ciudad dominada por los fascistas lo que modificó las cosas. No hay cambios profundos sin el concurso de los de abajo organizados en movimientos. Colocar el foco del análisis en los gobiernos supone dejar de lado nada menos que la parte decisiva de la realidad, por lo menos desde una mirada antisistémica.
Por otro lado, parece necesario comprender que la ofensiva de la derecha es consecuencia, en buena medida, de las políticas de esos gobiernos progresistas, de la continuidad y profundización del neoliberalismo, de su incapacidad para torcer el rumbo del modelo de acumulación vigente. La elección de José Mujica como candidato del Frente Amplio en Uruguay es un hecho auspicioso y positivo, pero no debe olvidarse que fue ministro de Ganadería y Agricultura durante cuatro años, un periodo de notable expansión de los monocultivos de soya, libres de impuestos, al contrario de lo que sucede en Argentina. Un mínimo balance de casi una década de progresismo en la región supone abordar por lo menos cinco aspectos.
Uno. Hasta ahora, el progresismo ha sido relativamente exitoso en el rediseño del mapa regional, y muy en particular en la autonomización de Estados Unidos. La creación de la Unasur y del Consejo Sudamericano de Defensa son hechos que afianzan al subcontinente como una fuerza política con voz propia. La creación del Banco del Sur también podría ser parte del mismo proceso, aunque la iniciativa demoró mucho en ponerse en marcha y aún tiene alcances muy limitados. Otros proyectos, como el Gasoducto del Sur, han quedado en el camino. Y se está implementando la IIRSA, la mayor iniciativa de construcción de infraestructura que no hace más que consolidar el libre comercio, generando grandes desigualdades entre países y regiones, con consecuencias muy negativas sobre el medio ambiente y los pueblos indígenas.
Dos. El modelo neoliberal, una vez superada la fase de las privatizaciones, se asienta en la minería a cielo abierto, los monocultivos de soya y caña de azúcar para biocombustibles, y en el complejo forestación-celulosa. Los gobiernos progresistas apoyan con fervor ese modelo y no muestran la menor intención de frenarlo. No sólo el gobierno de Lula, que está permitiendo un avance espectacular de las multinacionales sobre la Amazonia, sino también el ecuatoriano de Rafael Correa, que ha reprimido la protesta indígena y popular contra la minería. Argentina muestra cómo no frenar los monocultivos de soya fortalece a la derecha, que obtiene más poder económico y político. Este es uno de los aspectos más negativos del progresismo.
Tres. Los planes sociales no son conquistas sino nuevas formas de dominación sobre los más pobres, los llamados excluidos o marginados. Alrededor de 100 millones de personas son beneficiarias de planes que alivian la pobreza, 50 millones sólo en Brasil. Son menos pobres, sí, pero no tienen derechos universales sino apenas prestaciones, que las derechas no pretenden cortar porque han mostrado ser beneficiosas para la estabilidad política, toda vez que hacen más difícil la organización de los de abajo. Es cierto que con los gobiernos progresistas la represión es mucho menor que con los gobiernos conservadores, pero en gran medida ello es posible por la cooptación y domesticación que auspician los planes sociales. La desmovilización de abajo beneficia a las derechas.
Cuatro. La fase actual del modelo de acumulación, incluyendo la llamada crisis económica, impone drásticas medidas para cortar en seco la especulación financiera, las fusiones entre megaempresas como la sucedida en Brasil entre Sadia y Perdigao, y el impulso a la organización y la lucha de los de abajo. No puede haber cambios de fondo sin modificar la distribución de la riqueza. Por el contrario, en la mayor parte de los países de la región no se registran cambios en la desigualdad. Un reciente estudio difundido por el Ministerio de Desarrollo Social de Uruguay reconoce que, pese a los planes sociales y el notable crecimiento económico de los últimos años, disminuyó la pobreza pero la desigualdad es mayor aún que antes de la crisis de 2002.
Cinco. No hay salida del modelo neoliberal sin crisis política y social. Son demasiados los intereses en juego, y no son pocos los aliados de los de arriba entre las clases medias, como para pensar que se puede salir del modelo con paz social, sin una potente lucha de clases como la sostenida por los de abajo en Bolivia y Venezuela. Muchos progresistas en el gobierno le temen a una crisis política y tratan de evitarla. Eludir lo inevitable conduce a la derrota, y no tiene gracia culpar de ello a la impaciencia o inmadurez de los movimientos. Los pueblos amazónicos de Perú y los indígenas de Colombia nos muestran un camino.
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