En repetidas y angustiadas ocasiones he insistido en que la reforma estructural fundamental que requiere el país es la educativa. En ella, en la respuesta a la elemental pregunta de ¿educar para qué? y en el éxito de sus resultados está basado el verdadero progreso nacional en todos los órdenes.
“Tema tan antiguo como irresuelto, que llega a nuestro tiempo con la carga histórica de muchas complejidades (...), tema tensionado entre lo mundial y lo local, entre lo universal y lo singular, entre la tradición y la modernidad, entre el largo y el corto plazos, entre la competitividad indispensable para el progreso y la preocupación por la igualdad de oportunidades y la equidad; entre el desarrollo vertiginoso del conocimiento y la limitada capacidad del ser humano para asimilarlo; tensión por último. entre lo espiritual y lo material; entre los apremios inmediatos de la vida y esa elevación del pensamiento y del espíritu hacia lo universal y una cierta superación de sí mismo, de la que depende la supervivencia de la humanidad”, decía don Pablo Latapí.
La educación, que no es asunto de improvisados ni de arribistas políticos, es el acceso al conocimiento, a la capacidad para aprender, a creer en libertad, a la posibilidad de la integración a la sociedad, a la democracia, a la identidad, a la tolerancia, a la cultura, en fin, la sola manera de acceder a la vida plena, a ser seres universales sin dejar de ser mexicanos. “A –vuelvo a Latapí– preparar a los futuros ciudadanos para contrarrestar nuestros conflictos y satisfacer nuestros deseos.”
En 2003 escribí en este foro de libre expresión que es La Jornada un artículo que titulé “La educación del presidente Fox”, en relación con unas declaraciones irresponsables por ignorantes y desmesuradas, con respecto a lo que haría en lo que faltaba de su administración, en el sistema de educación superior, y que naturalmente no hizo. Hoy lo traigo a colación para referirme a las políticas educativas de su sucesor y para señalar que lo sucedido en el sector educativo en los seis años transcurridos desde aquel artículo, incluidos los fallidos intentos materiales modernizadores como la Megabiblioteca José Vasconcelos o el multimillonario y oscuro programa de la Enciclomedia, no ha abonado en nada a la mínima superación del nivel educativo de nuestros estudiantes y nuestros profesores.
Las calificaciones de los exámenes internacionales de nuestros alumnos, la magnitud del porcentaje de aspirantes a una plaza de profesor que “reprobaron” las pruebas correspondientes –independientemente de la calificación de la calidad y pertinencia de las propias pruebas–, o que lograron la plaza en una prueba de selección según se ha intentado matizar la noticia –y que lleva a preguntarnos si se eligió a los mejores o a los menos malos–, indican que en ambos casos, formación de alumnos y de profesores, no se ha hecho nada ni medianamente destacable.
Recorriendo lo que sobre el tema contienen las noticias del presente, nos percatamos del tamaño de la hipoteca que deja a los mexicanos: “La educación… del presidente Calderón”.
Nuestro retraso educativo en relación con los países desarrollados, en este mundo global de implacable competencia y bautizado como el de la “sociedad del conocimiento”, es de 20 años. Frente a esta situación, la respuesta del gobierno –permítaseme sintetizarla brutalmente– se refleja en estas decisiones: se recortan los presupuestos a las universidades públicas que, aunque se dice que es de sólo uno por ciento, considerado todo en el último cuatrimestre tiene una repercusión enorme, habida cuenta de que nuestros centros de educación superior gastan en promedio más de 90 por ciento en sueldos y salarios; se disminuye número y monto de las becas para estudios de posgrado; se disminuye la aportación oficial al desarrollo de la ciencia y la tecnología, cuyo monto es de lo más raquítico del mundo en el que competimos: apenas, haciendo las cuentas “del gran capitán”, de 0.4 por ciento del PIB. Esto, referido a educación superior e investigación.
El interés por la enseñanza media no aparece por ningún lado; es el insípido sándwich entre las tragedias de la enseñanza básica y las penurias de la superior.
Y hoy, al iniciarse el nuevo ciclo escolar, nos encontramos con noticias espeluznantes: una nueva “reforma integral” de la enseñanza básica que a decir de Olac Fuentes Molinar, reconocido especialista en el tema, es “caótica” y “consecuencia de haber entregado a un grupo político” –el de la maestra Gordillo–, a través de su yerno, el subsecretario de enseñanza básica y presidente del RIEB, la reforma que hoy produce textos para primero y sexto año de primaria, “improvisados y sin coherencia interna” –incluido un texto sobre actividades físicas– que “constituyen una muestra más de las limitaciones de quienes gestionan la educación”. Y que, coincidiendo con lo que otro experto en el tema, “lejos de combatir la memorización y el enciclopedismo”… “contienen un exceso de información que acentúa esas problemáticas y carecen de elementos para la formación”, independientemente de que “responden a un tipo de escuela idealizada, dotada de recursos en abundancia”, lo que resulta retrógrado, irónico y trágico.
Y ya sin contar, como nos recuerda Fernando del Paso, con los recursos de que disponía el gobierno para la educación cívica de los mexicanos en espacios en los medios electrónicos y que con un generoso decreto presidencial inspirado por la señora Marta y sus intereses políticos y familiares, el señor Fox devolvió a los concesionarios del espectro radioeléctrico.
¿Cómo pagaremos los mexicanos los altos costos de esta hipoteca de nuestro futuro? Si no hacemos algo diferente, contundente y urgente, lo tendremos que pagar con sangre, sudor y lágrimas y con la condición irreversible de país subdesarrollado.
A la memoria de don Pablo Latapí. Con enorme respeto
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