Esto nos hace pensar en el pretendido diálogo del presidente de facto de Honduras con el presidente legítimo, que como condición del diálogo impone la manera unilateral de que el presidente Zelaya no sea reincorporado en el ejercicio del poder. Es decir, deja fuera del diálogo, de la discusión, el contenido, la materia misma del pretendido diálogo. Es como si dos jóvenes que se dicen necesitados de discutir sobre la posibilidad de su matrimonio, se enfrentara una parte con el supuesto de que la otra parte presenta como condición de la discusión que el otro (o la otra parte) se comprometa primero a contraer matrimonio. Esa condición al diálogo declara absurdo el diálogo mismo. Es un enunciado irracional.
Repitiendo. Si se intenta dialogar sobre el hecho de la extinción de LFC, y por lo tanto del SME, es irracional, o es la negación misma de toda negociación posible, imponer esa extinción como condición de la discusión. El después veremos suena a que, en verdad, lo a discutir ya se ha impuesto por la fuerza como condición, y el efecto de esa condición, previa al diálogo, es que deben sufrir los obreros sindicalizados los efectos negativos del suicidio de la manera más benigna posible. Es decir, que el entierro se haga con más o menos flores, que el cajón del muerto sea de primera o segunda, y a quiénes se invita al sepelio. Es simplemente absurdo, o –y es lo más grave– se juega con la palabra diálogo para encubrir simplemente la falta de respeto a la otra parte, que intenta (porque le va la vida en la discusión) un auténtico diálogo con validez para las dos partes.
¿Qué es el diálogo, y cómo se alcanza la validez del mismo –que en política justifica la legitimidad de una decisión–? Si se tiene auténtica intención de alcanzar una decisión legítima fruto del diálogo, democrática, no pueden usarse medidas de fuerza, porque la violencia (diría aún J. Habermas) destruye toda posibilidad de un acuerdo racional entre seres humanos libres y responsables. El uso de la violencia para llegar a realizar una decisión unilateral nunca tendrá validez, es decir legitimidad, o, de otra manera, convicción subjetiva plena por parte de todos los involucrados. La llamada democracia no es sino un sistema de legitimación donde se articula el principio subjetivo de legitimidad (la convicción de que los otros son iguales y que debe usarse la razón para llegar a los acuerdos) con las instituciones creadas por la participación simétrica de los ciudadanos que por ello aceptan los dictados objetivos de la autoridad (representantes delegados en el ejercicio del poder de los mismos ciudadanos, que son los únicos soberanos). Es decir, es un sistema de legitimación que tiene condiciones subjetivas y objetivas. Sin legitimidad el Estado pierde el ejercicio efectivo del poder, se divide y antagoniza, se debilita. La mera legalidad (cumplimiento de una ley que puede ser injusta y aplicada por un juez que igualmente puede estar corrompido) no tiene ni la dignidad ni la importancia de la legitimidad. La legitimidad articula y unifica la convicción subjetiva del ciudadano con las instituciones objetivas que encauzan la realización de las acciones acordadas. La mera legalidad puede ser fría, injusta, formalista. Hidalgo fue fusilado bajo el mandato de las Leyes de los Reynos de las Indias, fue legal, pero al mismo tiempo fue un acto ilegítimo a los ojos de los patriotas y futuros mexicanos.
Primero liquídense revela un acto violento, con intervención de la fuerza pública que debe ejercerse, con el acuerdo de los ciudadanos, contra los que se oponen a la ley (tal como los que no pagan impuestos de sus gigantescas ganancias, de los criminales, de los pederastas, etcétera), y no contra los movimientos sociales que luchan dentro de la ley (y con legitimidad) en favor de la vida de los afectados. El uso de la violencia contra el propio pueblo necesitado, empobrecido, es un ejercicio ilegítimo de la violencia del Estado, en cuyo caso su monopolio es tiranía, despotismo antidemocrático.
El después veremos suena al diálogo de los franciscanos con los sabios aztecas (tlamatinime) en 1525 en la recién tomada y semidestruida México-Tenochtitlán. Una vez destruidos los ejércitos aztecas, derrotada su elite guerrera y conquistados, los franciscanos comenzaron un diálogo con los sabios originarios. Poco duró el dicho diálogo; después simplemente organizaron el adoctrinamiento sin respeto alguno por sus antiguas tradiciones. Dicho diálogo sólo pretendió encubrir la mala conciencia de los españoles, dándole aspecto de buena. Era un acto hipócrita ante los vencidos.
Lo que acontece es que el poco de sindicalismo democrático que hay en México luchará contra la violencia del Estado (porque el monopolio de la coacción legítima del Estado cuando va contra los justos requerimientos de su propio pueblo se transforma en violencia de Estado, simplemente, es manifestación de su fetichismo autorreferente).2
Primero liquídense, después veremos es la expresión, fría, indiferente e insensible ante el dolor de 44 mil familias, que la razón de Estado (a favor de muy pocos), que para darse tiempo propone un pretendido diálogo que la violencia negó desde su origen. El diálogo debió cumplirse antes de la decisión; es decir, debió pensarse: Primero dialoguemos, y después veremos. Lo contrario envenena la conciencia del reprimido, oprimido, que se torna en resentimiento que explota en el estado de rebelión, o en lucha fratricida promovida por la decisión antidemocrática que pudo evitarse. La violencia de Estado es mala consejera, y además la historia (magistra vitae) juzga duramente a los que tienen corazón de piedra –según la tradición azteca–. Mal parados quedarán en la Memoria del pueblo. En los textos de las pirámides egipcias, los nombres de muchos faraones (siempre envueltos en un círculo, manifestando su divinidad) y sus rostros en las representaciones fueron picados, borrados de las piedras, a punto que de algunos es difícil encontrar testimonios. Fueron aquellos repudiados por la tal Memoria.
1 Filósofo (www.enriquedussel.org)
2 Véase mi obra 20 tesis de política.
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