Ilán Semo
Un síntoma llamado Berlusconi.- Habría que pensar con mayor atención si el paso de Silvio Berlusconi por la política italiana –un paso que al parecer ha fabricado ya un formato definido o un flujo de axiomas identificables– encierra un evento aleatorio, o si se trata más bien de un fenómeno de mayor relevancia, un síntoma en el sentido que alguna vez Gilles Deleuze le dio al término. Berlusconi ha ocupado el cargo de primer ministro de Italia en tres ocasiones (1994-95, 2001-2006, 2008 hasta la fecha) y, simultáneamente, ha sido el principal accionista de lo que hoy es, de facto, un oligopolio mediático que se extiende por varios países europeos, en particular Italia, España y Francia.
En los años 70, Berlusconi fundó desde Milán una red de canales nacionales que puso fin al monopolio estatal que ostentaba la Rai, la Tv pública italiana. En 1984, adquirió Italia 1 y Rete 4, origen de ese primer embate sobre la televisión pública que acabó siendo el duopolio Rai-Fininvest. Después, prácticamente compró Cinema 5 en Francia y (finalmente en 2002) Telecinco en España. Hoy se ha convertido también en el accionista mayoritario del grupo Mondadori, que edita el periódico La Reppublica y varios semanarios de muy amplia circulación, grupo que controla más de un tercio de la producción editorial en Italia. Mediaset, que es el nombre actual de su empresa, extiende actualmente sus dominios a los ámbitos del Internet, la publicidad, el radio e, incluso, el futbol. Berlusconi es el dueño del AC Milán, uno de los equipos emblemáticos del calcio italiano.
Visto desde la perspectiva de la historia moderna europea (o acaso la historia en general), se trata, en rigor, del primer mandatario nacional que es, simultáneamente, el hombre fuerte de un complejo mediático, ante el que todos los intentos de la política italiana por suprimir o impedir esa función bifronte han sido infructuosos. Estos fracasos forman parte incluso notable de la historia de sus escándalos, en particular el despido de célebres comentaristas y comediantes, como Bigi, Santoro y Lutazzi –sin que la justicia pudiera impedirlo– y que pusieron en duda la legitimidad y la solvencia ética del maridaje entre los medios y la estructura del Estado, que lleva el sello Berlusconi como un acontecimiento.
Digamos que el sesgo principal del berlusconismo ha propiciado una inversión de 180 grados en la relación que definía tradicionalmente a los territorios del Estado y de la opinión pública desde que, a principios del siglo XIX, emergieron en la fisonomía política europea como dos entidades relativamente separadas, y cuya separación debía garantizar (al menos desde que Kant lo imaginó así) la libertad de expresión.
Si en sus orígenes el Estado debía o podía calcular que la construcción de su centralidad pasaba por ejercer las funciones de control o consenso sobre las industrias del signo y la palabra, la impronta Berlusconi anuncia un futuro o un fenómeno de alguna manera opuesto: la transformación del Estado en una continuación del complejo mediático, la simbiosis entre sus estructuras decisorias y esa elite llamada (y de alguna manera mal-llamada) mediocracia.
Las nuevas industrias del imaginario y sus clientelas.- Este nuevo orden entre los territorios que definían la soberanía del poder público y los espacios de acción y diseminación de las industrias del código y el imaginario políticos no ha sido privativo de Italia. El ascenso de Sarkozy en Francia es incomprensible sin este acoplamiento; así como lo fue la presidencia de George W. Bush, que hizo de la Casa Blanca una suerte de oficina de comunicación de Fox News.
En cierta manera es notable cómo industrias de la comunicación de las dimensiones de Fox en Estados Unidos, Mediaset en Italia y el duopolio mexicano (Televisa + Tv Azteca) han convertido a partidos políticos enteros en simples clientelas de su auto-reproducción. Hace tiempo, cuando todavía imperaba una visión maximalista sobre el Estado, se podía pensar impensadamente (o equívocamente) que los medios estaban básicamente en manos del Estado. Hoy cabría empezarse a preguntar si una porción considerable de los centros de decisión del Estado (que no el Estado en su conjunto) no han pasado a formar parte de las redes de las industrias encargadas de la operación de producir los fantasmas de la representación pública. En principio, esto implicaría que todas nuestras nociones convencionales sobre la estructura de la esfera pública, como el sitio destinado a fijar la tensión esencial entre representantes y representados, entre gobernados y gobernantes, se han vuelto desechables.
El Estado, más que nunca, puede ser hoy ocupado por las más disímbolas franjas del espectro político que va de la izquierda a la derecha, pero el agenciamiento de su dirección se ha trasladado gradualmente de sus fines a los medios (que no son otros más que los medios de comunicación).
Del otro lado de la pantalla.- No es ningún secreto que la principal televisora mexicana ha convertido a uno de los principales postulantes del PRI para la elección de 2012, el gobernador Peña Nieto, en su principal apuesta para la carrera presidencial. Por primera vez en nuestra historia política, una televisora cumple las funciones que solían estar en manos de ese vago universo de promesas que eran los partidos políticos. Y esa novedad habrá de acarrear, y está acarreando, una ruptura en prácticas políticas que de por sí se han desgastado desde el año 2000. La diferencia con Italia es que ahí Berlusconi es el dueño de los medios, mientras que aquí es un empleado o un subordinado. Habrá que aguardar para observar si todo ese fenómeno cobra efectiva vida en los rituales de la política mexicana. Por lo pronto, el berlusconismo se ha revelado como una invención mucho más global de lo que imaginaba su propio y devastador fundador.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario