John M. Ackerman
El
guión de 1988 se repite. Así como Carlos Salinas después de 1988 quiso
borrar las huellas del fraude con la creación de organismos con
autonomía simulada, como el Instituto Federal Electoral (IFE) y la
Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), hoy Enrique Peña
Nieto también busca tender una cortina de humo con nuevos organismos
autónomos en materia de transparencia y combate a la corrupción.
Simultáneamente, Andrés Manuel López Obrador recurre a la estrategia
que Cuauhtémoc Cárdenas utilizó al fundar el Partido de la Revolución
Democrática (PRD), promoviendo un nuevo partido político como vehículo
para articular el descontento social y disputar el poder político a la
coalición gobernante.
Pero el México de
2012 ya no es el mismo de 1988. Lo que hace 24 años generó cierta
legitimidad y esperanza hoy es recibido con escepticismo y desánimo.
Durante los últimos cinco lustros hemos visto cómo tanto partidos
políticos como órganos autónomos rápidamente pierden la brújula y son
cooptados por intereses oscuros.
El IFE y el PRD
tuvieron sus épocas de oro en el auspicio de las causas sociales más
nobles. Por ejemplo, entre 1996 y 2003 la valentía de los cinco
consejeros electorales del
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pentágonodel IFE logró contrarrestar el inmovilismo burocrático promovido por los consejeros más cercanos al priísmo: José Woldenberg, Mauricio Merino y Jacqueline Peschard. Asimismo, todos recordamos la destacada participación de la fracción parlamentaria del PRD durante la histórica 57 Legislatura (1997-2000), la primera en la que el PRI no contaba con mayoría absoluta en la Cámara de Diputados. En aquellos años, la izquierda encabezó una amplia alianza opositora al régimen del partido del Estado que transformó la negociación y aprobación del presupuesto federal, modernizó el Congreso de la Unión y mantuvo al Ejecutivo federal bajo estricta vigilancia externa.
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