Javier Oliva Posada
Recurrir a la violencia, en cualquier circunstancia y situación, depara incertidumbre en la conclusión del conflicto. Esto significa que sabemos cómo, cuándo y por qué inicia, pero no en qué condiciones finalizará. Por supuesto, en el caso de la feroz y despiadada invasión de Estados Unidos a Irak, nos encontramos bastante lejos de ver la terminación de la guerra. No sólo por la cuenta que dan los medios de comunicación que con criterio profesional y ético difunden lo que sucede, sino también por el conocimiento de los planes que la Casa Blanca y el Pentágono tienen para aquella región del mundo. No es solamente el petróleo: se trata principalmente de la protección geopolítica y estratégica del Estado de Israel.
Hace un año, justo en el mes de abril, el recrudecimiento de las acciones bélicas de Israel hacia los territorios palestinos, nos anunciaba el serio y profundo reacomodo de los intereses del gobierno estadunidense.
En aquel momento, la necesidad de garantizar bajo cualquier forma la viabilidad y seguridad de Israel, llevó a los preámbulos de la guerra preventiva, cuyo primer capítulo fue precisamente la contención del activismo político de la Autoridad Nacional Palestina. Ahora, con los actos de omisión de las fuerzas de ocupación, el caos se ha apoderado de las principales ciudades de Irak; se trata de una clara apuesta para que la descomposición social dé paso a una eventual purga que permita, a su vez, agotar la capacidad de respuesta de los grupúsculos opuestos a la invasión.
Sin embargo, la espiral de violencia, únicamente conducirá a la imposibilidad para construir cualquier tipo de tejido institucional o algún gobierno que se pueda encargar de estabilizar la situación.
El más claro ejemplo no está muy lejos de allí. En Afganistán, pese a la gigantesca desventaja militar de los restos de la milicia talibán, los despachos noticiosos dan cuenta de los constantes combates en los confines de la frontera entre ese país y Pakistán. Muy distante se encuentra la normalización. De la paz, ni hablar.
Así, la guerra como realidad presente y permanente en la historia, su capacidad destructiva va creciendo y, por tanto, sus efectos sociales, políticos, económicos, culturales y medio ambientales de forma análoga van propiciando situaciones de suma complejidad, cuya solución para construir una nueva realidad es prácticamente inviable. La pretensión de Estados Unidos por instaurar un régimen iraquí a modo, además de políticamente inviable, la legitimidad de cualquier directiva de esas autoridades no contará ni con la aprobación ni respaldo de la población. Ante la invasión y la ausencia de cualquier regla de convivencia, los costos humanos y económicos serán formidables. El sistema y sociedad estadunidense tienen un límite para poder financiar un aparato militar que requiere ingentes operaciones en Irak y Afganistán, por el momento.
La conclusión de esta guerra e invasión corre un serio riesgo de ampliación a otras naciones, y si no, por lo menos la presencia militar estadunidense en el corazón de la civilización islámica será una constante amenaza y presión para los demás gobiernos de la región. Roces en las fronteras, incompatibilidad de conceptos y por tanto de recíproca comprensión entre el invasor y los residentes; en resumidas cuentas, una perspectiva lejana de estabilidad, ante lo cual ni los cálculos políticos ni las operaciones de simulador en las computadoras más avanzadas pueden asegurar nada.
La única opción viable con la que ahora se cuenta es la reconsideración del papel de la diplomacia. Hans J. Morgenthau, polémico y señalado especialista, precisa que la primera misión de la diplomacia es "determinar sus objetivos a la vista del poder del que dispone y del que podrá disponer para la consecución de esos objetivos". Un fracaso al respecto será la puesta en riesgo de la paz y convivencia entre las naciones. Lamentablemente, el pragmatismo del pensamiento y acción de la Casa Blanca solamente asegura más violencia e imposiciones.
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