Ya en el siglo XXI es hora de que la gente atienda sus necesidades espirituales sin el apoyo de una institución que históricamente ha pertenecido a las huestes más retrógradas y criminales. Esta fotografía de La Jornada lo dice todo, ¿cómo va esto a guiar las conciencias, cómo va esto a representar a Dios? Es una blasfemia pretender que la espiritualidad de los seres humanos sea atendida por esto:
Editorial
El primer viaje del papa Benedicto XVI a América Latina, que empezó ayer en Sao Paulo, Brasil, ocurre en un mal momento para la Iglesia católica en esta región, que sigue siendo su principal bastión mundial. El declive inocultable de Roma en la región se manifiesta, en primer lugar, en una pérdida neta de feligreses que se pasan a otros cultos -especialmente a iglesias protestantes, pero también al Islam, a creencias orientales, a rituales autóctonos o a la simple anulación de su fe religiosa-, pero también en una merma de influencia política y social y en un alejamiento de los católicos de la férrea disciplina que pretenden imponerles sus guías espirituales.
En la estadística, los países latinoamericanos siguen siendo abrumadoramente católicos, pero las misas ya no reúnen las audiencias de hace unos años, decenas de millones de mujeres y hombres desafían las órdenes vaticanas en materia de planificación familiar y salud sexual, y cuando las jerarquías eclesiásticas intentan agitar la religiosidad de la gente para intervenir en decisiones ajenas al ámbito espiritual -como ocurrió hace unas semanas en la capital de México ante la despenalización del aborto- se llevan enormes fiascos y cosechan severas derrotas políticas.
Este retroceso tiene como causa principal la actitud de Roma y de las jerarquías eclesiásticas locales durante las últimas tres décadas del siglo pasado, un periodo doloroso y difícil, en el cual la gran mayoría de los dirigentes católicos abandonó a sus fieles para aliarse con los poderes terrenales, incluso con los más corruptos y sanguinarios, y con el dinero, en el contexto del anticomunismo obsesivo de Karol Wojtyla, que lo llevó a cerrar filas con las políticas contrainsurgentes y de guerra de baja intensidad que los gobiernos de Ronald Reagan y de George Bush padre imponían en América Latina.
Mientras el pontífice polaco departía con Augusto Pinochet y demás tiranos militares o civiles, el Vaticano perseguía y hostigaba a los sacerdotes, obispos, arzobispos y teólogos que aplicaban con fidelidad entre los pobres las enseñanzas de Cristo. La teología de la liberación fue duramente reprimida, sus exponentes fueron reducidos al silencio, retirados de los cargos que detentaban y castigados de las maneras más arbitrarias e injustas. Los postulados de justicia social y aggiornamento católico del Concilio Vaticano II y de la Conferencia Episcopal de América Latina (Celam) fueron hechos a un lado y quedó claro que en este lado del Atlántico el favor del Papa era para individuos como el oligárquico y ultraderechista jerarca colombiano Darío Castrillón, y que los pastores como Oscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador asesinado por los paramilitares, no eran bien vistos en Roma. El principal instrumento de coerción vaticana en contra de los valerosos curas que ejercieron la opción preferencial por los pobres fue la Congregación para la Doctrina de la Fe, institución heredera de la Inquisición y dirigida por Joseph Ratzinger, hoy Benedicto XVI, de viaje en Brasil.
Apostando a su carisma personal y mediante el uso de refinadas estrategias de promoción mediática y mercadológica, Juan Pablo II se daba impresionantes baños de multitud en sus frecuentes viajes a la región, pero la papamanía multitudinaria era un cascarón debajo del cual se erosionaban los cimientos de una Iglesia que no era capaz de acompañar a sus fieles en sus sufrimientos, en su pobreza, en sus demandas de paz, democracia y vida digna, en su evolución social hacia la tolerancia, el respeto a las diferencias y la pluralidad. Al mismo tiempo, salía a la luz la injustificable red de complicidades y encubrimientos que iba desde Roma hasta las parroquias más remotas de este continente para proteger a los numerosos curas acusados de abusos sexuales contra menores de edad y mujeres.
Hoy, el sucesor de Juan Pablo II tiene ante sí la herencia de desastre dejada por la traición vaticana a sus feligresías latinoamericanas, traición en la que él mismo desempeñó un papel protagónico. Por su misma trayectoria política y eclesiástica, este pontífice, antiguo integrante de las Juventudes Hitlerianas y luego perseguidor encarnizado de la teología de la liberación, enemigo confeso de los derechos de las mujeres, de las minorías y del pensamiento plural y tolerante, parece impedido para contrarrestar la decadencia de su Iglesia en América Latina. Una cosa es cierta: si el mensaje oficial del Vaticano para la región sigue siendo tan autoritario, dogmático y ajeno a las realidades sociales, económicas y humanas, no habrá nadie capaz de detener el retroceso católico en esta parte del mundo.
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