Carlos Sánchez Almeida
Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa.
Carlos Marx, "El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte".
1. De aquellos polvos, estos lodos
Año 2000. Gobernaba España el Partido Popular, que gozaba desde marzo de aquel año de una envidiable situación de mayoría absoluta, que le permitía gobernar sin necesidad de alianzas con otros partidos. Al frente del recién creado Ministerio de Ciencia y Tecnología se encontraba la brillante profesional Anna Birulés, escoltada por dos hombres fuertes del think-tank de José María Aznar: Baudilio Tomé y Borja Adsuara, muy vinculados a la fundación FAES, y que ocupaban respectivamente la Secretaría de Estado de Telecomunicaciones y la Dirección General para el Desarrollo de la Sociedad de la Información.
Se había aprobado en fechas recientes la Directiva 2000/31/CE, de 8 de junio, sobre el comercio electrónico. Una directiva ésta cuyo objetivo fundamental era la armonización de las diferentes legislaciones nacionales, para que sus diferencias no afecten al tráfico económico y los principios que rigen en el ámbito de la Unión.
Los Considerandos de la Directiva indicaban claramente que sus medidas se limitaban al mínimo necesario para conseguir el objetivo del correcto funcionamiento del mercado interior, garantizando que no existan fronteras interiores para el comercio electrónico. La Directiva era respetuosa con la libertad propia de Internet, en especial en sus considerandos, donde se afirmaba que no estaba destinada “a influir en las normas y principios nacionales fundamentales relativos a la libertad de expresión.”
Todos los principios de la Directiva fueron conculcados por el Gobierno del Partido Popular al trasponer la norma comunitaria al ordenamiento jurídico español. Allí donde la Directiva establecía el principio de no autorización previa, los primeros anteproyectos de Ley de Servicios de la Sociedad de la Información y de Comercio Electrónico (LSSI) establecían la obligación de inscribirse en un registro especial. Del mismo modo, se regularon otros aspectos no cubiertos por la directiva, entre los que destacan la obligación de retención de datos de tráfico impuesta a determinados proveedores, así como los criterios de atribución de responsabilidad por hipervínculos, ausentes del texto de la Directiva. Finalmente, no se plasmó en el texto de la Ley un punto esencial de la norma comunitaria: la no exigencia de un deber general de supervisión de contenidos.
El artículo 8 de la LSSI fue sin duda el más problemático, puesto que en sus primeras versiones permitía la extralimitación de la autoridad administrativa, vulnerando lo dispuesto en el artículo 20 de la Constitución, que dispone que sólo pueden secuestrarse publicaciones mediante orden judicial. El propio Grupo Parlamentario Popular tuvo que rectificar el proyecto, ya en el Parlamento, para establecer la necesidad de intervención del Poder Judicial en casos que afectasen al derecho fundamental a la Libertad de Expresión.
Finalmente, la LSSI fue aprobada como Ley 34/2002, de 11 de julio, y entró en vigor el 12 de octubre de 2002. Sus múltiples deficiencias, sobre todo las relativas a la responsabilidad por contenidos ajenos (transmisión, caché, alojamiento de datos e hiperenlaces), ocasionarían en los años siguientes buen número de paradojas judiciales. No en vano se había establecido, de forma totalmente arbitraria e irracional, una doble vara de medir. Dos sistemas distintos de imputación de responsabilidad, dos leyes de prensa: una para el mundo real y otra para el mundo digital.
2. Allá van leyes do quieren reyes
Los medios de comunicación convencionales tienen diversos sistemas de control de contenidos, en virtud de los cuales la información ha de pasar por múltiples filtros antes de ser publicada. Un piélago de periodistas, correctores y redactores jefe revisan los textos antes de que lleguen a la rotativa. Como contrapartida a tal sistema de control de la información, las leyes en vigor permiten atribuir la responsabilidad, de forma escalonada, a todos aquellos que hayan participado en su publicación.
En Internet nunca fue así. Desde el principio, la “conversación universal sin fin” estuvo presidida por la falta de control. Internet permitió bien pronto la interacción de sus usuarios en la publicación de contenidos, constituyendo en la práctica la más amplia redacción jamás creada. Esta característica fundacional de Internet, que de forma errónea se ha atribuido en los últimos tiempos a la denominada “Web 2.0.”, era por el contrario una propiedad intrínseca de la Red de redes. Como herencia directa del movimiento underground agrupado alrededor de las BBS, mediados los años 90 se constituyeron en Internet comunidades virtuales orientadas al intercambio de información, páginas web cuyo contenido fundamental era aportado por los usuarios, foros de debate cuya única razón de existencia era permitir a los ciudadanos expresarse libremente. El ágora, la plaza pública, donde ni la tijera ni el lápiz rojo tenían poder alguno.
Los sistemas automatizados de publicación de contenidos hacían necesaria una nueva regulación, donde quedase claro que sólo podía atribuirse responsabilidad a aquellos que tuviesen el control efectivo de la publicación de un determinado contenido, y no a los intermediarios que desempeñaban un papel estrictamente técnico en la transmisión, alojamiento o enlace. Así, la Directiva comunitaria 2000/31/CE, establecía la inexistencia de una obligación general de supervisión de contenidos, de manera que no podía hacerse responsable a los intermediarios en aquellos casos que actuasen de forma meramente instrumental, sin intervenir en la gestación de los contenidos por parte de los usuarios de los servicios de publicación.
Se hubiese podido hacer bien, pero aquel Gobierno no quiso escuchar. En lugar de trasponer la directiva modificando aquellas leyes que pudiesen resultar afectadas, se decidió redactar una ley general para Internet. En lugar de modificar el artículo 30 del Código Penal, que establece la responsabilidad en cascada de medios de información mecánicos, para dar cabida a los nuevos medios, se decidió crear un sistema paralelo de responsabilidad. Como consecuencia de ello, en la situación dual que se ha establecido en el derecho español, la responsabilidad no pivota sobre el efectivo control del contenido por parte de redactor, director o editor, sino sobre si el medio es digital o no lo es.
Lo lógico sería que nadie tuviese que responder por los actos de otro, si no tiene la obligación, o al menos la capacidad, de supervisar dichos actos. Que a nadie se le pudiese atribuir responsabilidad de forma automática, sino en función de sus propios actos, valorando las circunstancias concurrentes en el caso concreto. Desgraciadamente no ocurrió así, en primer lugar por la imprevisión del legislador, y seguidamente por la impericia de los encargados de hacer cumplir la ley.
A poco de entrar en vigor la nueva LSSI, una Juez de Barcelona dictó la primera resolución judicial que analizaba la responsabilidad por contenidos ajenos en Internet: el caso Ajoderse.com. Se trataba de una página que contenía una colección de hiperenlaces a otras páginas de Internet que, sin poder demostrarse que puedan pertenecer al mismo administrador, contenían información relacionada con la posibilidad de visualizar gratuitamente las señales de televisión de pago.
El Juzgado de Instrucción número 9 de Barcelona, en auto de fecha 7 de marzo de 2003, resolvió que los hechos denunciados no eran constitutivos de delito, y ello por cuanto de conformidad con el artículo 17 de la LSSI, sólo podía imputarse responsabilidad por hiperenlaces al administrador de un sitio cuando éste tiene conocimiento efectivo de que dichos contenidos han sido declarados ilegales por una autoridad. Conocimiento efectivo que no cabe presumir, sino que debe basarse en la notificación de la correspondiente resolución.
A este primer caso siguieron muchos más, y desgraciadamente no todos ellos fueron decididos por personas versadas en la nueva normativa. Y así, se llegó a sentar en el banquillo al administrador de la página Esgay.com, un sistema automatizado de publicación de contenidos, de carácter humorístico, donde sólo el usuario del sitio tiene el control de la broma. Se condenó a la Asociación de Internautas por los contenidos del subdominio antisgae.internautas.org, pese a que la actividad de la Asociación se limitó a ofrecer hosting a terceros, que eran los únicos que tenían el control efectivo del subdominio. Y se procesó, demandó, o simplemente intimidó, a múltiples sitios web, foros y weblogs, en base a comentarios, enlaces o contenidos remitidos por usuarios, que los administradores de los sitios ni siquiera habían validado. De tal forma, decenas de sitios web se han convertido, muchas veces sin buscarlo, en héroes y mártires de la libertad de expresión en la Red. Bandaancha, Frikipedia, Mafius, Merodeando, Pandeblog, Alasbarricadas… y otros muchos, todos ellos en el punto de mira de aquellos a quienes incomoda la efervescencia libertaria que vive la Red.
3. Donde dije digo, digo Diego
La LSSI tenía lo peor que podía tener una ley: ausencia de claridad, redacción zigzagueante, ambigüedad, y lo peor de todo: falta de anclaje en la realidad. La única forma de solucionar el embrollo hubiese sido trasponer los principios de la directiva a las fuentes internas del derecho español, clarificando en el Código Penal o en una Ley de Prensa democrática, los supuestos en que podía atribuirse responsabilidad al medio de comunicación donde se publiquen determinados contenidos, estableciéndose claramente los supuestos de exoneración de responsabilidad por falta de control sobre la publicación. Y ello con independencia del medio empleado: delitos como la injuria, la calumnia, las amenazas, o la incitación al odio xenófobo, son los mismos delitos en Internet y fuera de ella, careciendo de toda lógica que tengan dos regímenes distintos de responsabilidad.
Durante el debate parlamentario de 2002, el Partido Socialista presentó una enmienda a la totalidad, interesando la devolución del proyecto de Ley, y asimismo anunció que cuando llegase al poder, derogaría dicha norma. Bien pronto se faltó al compromiso que figura en los Diarios de Sesiones de las Cortes Generales.
En el año 2004 se celebraron elecciones y cambió el gobierno. Como consecuencia de la falta de una mayoría clara, y las luchas de las diferentes camarillas existentes en su partido, el nuevo Presidente del Gobierno se vio obligado a poner al frente del nuevo Ministerio de Industria, Comercio y Turismo a un personaje como José Montilla. Un individuo éste cuya férrea trayectoria como aparatchik no permitía augurar una especial sensibilidad para con la libertad de expresión.
Los malos augurios se confirmaron. Desde la marcha de Anna Birulés, los sucesivos ministros que asumieron la responsabilidad de la Sociedad de la Información utilizaron su cartera ministerial para impulsar su carrera política hacia otros derroteros: dos de ellos, Piqué y Montilla, acabarían compitiendo por la Presidencia de la Generalitat catalana. Tras una gestión anodina, el futuro Molt Honorable dejó en herencia a su sucesor un único proyecto de Ley relevante para Internet: la Ley de Impulso de la Sociedad de la Información, que contenía, como regalo envenenado para Joan Clos, una reforma de la Ley que los socialistas habían prometido derogar: la LSSI.
El anteproyecto, presentado en septiembre de 2006, era absolutamente inasumible, y bien pronto la comunidad internauta mostró su enojo frente al nuevo texto: la reforma proyectada de los artículos 8 y 11 de la LSSI facultaba a la autoridad administrativa para ejercer funciones de restricción de contenidos. El Gobierno del Partido Socialista, en un giro de 180 grados con respecto a lo que sostuvo desde la oposición, sustraía a los jueces su competencia exclusiva en materia de libertad de expresión.
Pero el sainete no había hecho sino comenzar. Los representantes del gremio de la farándula, agrupados en torno a las poderosas entidades de recaudación de derechos de autor, dieron una nueva vuelta de tuerca a la obra, convirtiendo la tragedia en farsa.
4. Por si fuéramos pocos, parió la Burra
Algún día se sabrá toda la verdad: siempre hay un juguete roto que acaba contándola. Alguien que pretendía ascender, dar un golpe de efecto que permitiese consolidar su carrera, y que acaba convirtiéndose en el rufián del vodevil. Aunque en este caso, quizás haya tenido suerte, y aún podrá seguir medrando: tendría que estar agradecido a los venerables miembros del Consejo de Estado, cuyas prudentes advertencias han llevado al tahúr a hacer mutis por el foro.
En algún punto entre septiembre de 2006, cuando aparece el primer anteproyecto en la web del Ministerio de Industria, y abril de 2007, momento en que el proyecto es aprobado por el Consejo de Ministros, alguien decidió introducir en el proyecto de reforma de la LSSI un nuevo artículo 17 bis, que de haber sido aprobado, hubiese dado al traste con cualquier esperanza de libertad en la Red española.
Vergüenza ajena y profunda tristeza, antes que indignación, fue lo que sintió cualquier jurista que merezca tal nombre, al leer la propuesta de artículo 17 bis, que dejaba en las manos de las entidades de recaudación de derechos de autor la facultad de intimidar a los intermediarios de los contenidos de Internet. El texto establecía un ridículo protocolo de notificación, cuyo único objetivo era amedrentar a los prestadores de servicios de la Sociedad de la Información, que de tal forma podían verse compelidos a ejercer la censura sobre los datos y contenidos remitidos por sus usuarios.
La historia oficial contará que la pronta reacción de la comunidad internauta impidió el desastre. Sea: bien está lo que bien acaba. Quizás algún día, alguien en sus memorias contará como fue todo, y cómo se acabó decantando una avinagrada Comisión de Subsecretarios. Cómo se rabió en un Ministerio y se rió en otro. Y cómo un Secretario de Estado enmendó la plana a su Director General. Algún día se conocerá todo. Pero de momento disfrutemos del sainete, con ese momento supremo: la teatral espantada de los representantes de la farándula, dando un portazo al Comité Asesor de las Telecomunicaciones y de la Sociedad de la Información que envió al limbo de la vergüenza el fallido proyecto de censura de Internet, encarnado en el infame artículo 17 bis.
El proyecto de reforma de la LSSI que finalmente llega al Congreso ha sido sustancialmente edulcorado. Si bien se mantienen referencias en los artículos 8 y 11, que regulan la restricción de servicios, a un “órgano competente” no necesariamente judicial, se ha introducido una matización sustancial en el apartado 3 del artículo 11, indicándose que la autorización del secuestro de páginas de Internet o de su restricción cuando ésta afecte a los derechos y libertades de expresión e información y demás amparados en los términos establecidos en el artículo 20 de la Constitución solo podrá ser decidida por los órganos jurisdiccionales competentes.
Especialmente divertida, no obstante, es la cutrez de la propuesta que se contiene en el proyectado artículo 12 bis, apartado 4, que establece que los proveedores de servicios de acceso a Internet deberán facilitar
“información a sus clientes acerca de las posibles responsabilidades en que puedan incurrir por el uso de Internet con fines ilícitos, en particular, para la comisión de ilícitos penales y por la vulneración de la legislación en materia de propiedad intelectual e industrial”
En resumidas cuentas: nuestros actuales gobernantes, no contentos con gastar fondos públicos en la promoción de campañas repletas de falsedades sobre la pretendida responsabilidad penal de las descargas en Internet, ahora aspiran a que empresas privadas dediquen parte de sus recursos al adoctrinamiento masivo contra lo que los mercaderes de la cultura consideran piratería. Al menos podrían proponer, de forma coetánea, una rebaja en el Impuesto de Sociedades para dichas empresas, inventando un nuevo epígrafe: donaciones culturales a la farándula.
5. Quien a hierro mata, a hierro muere
La LSSI sigue siendo tan inútil ahora como hace seis años. Para decir lo que ya dice la Constitución y el resto del ordenamiento jurídico, no hacía falta ni tanto viaje de ida y vuelta, ni tantas alforjas vacías. Pero en fin, aquí estamos, y habrá que seguir estando vigilante durante toda la tramitación parlamentaria: la fase de enmiendas aún puede traer sorpresas.
Lo que pretende la LSSI es que las autoridades facultadas para intervenir en materias como disciplina de mercado, sanidad y consumo, protección de la juventud y la infancia, etcétera, puedan actuar en Internet como en el mundo real, retirando de los escaparates productos nocivos y defectuosos. El problema, como no me he cansado de repetir desde el año 2001, es que lo que en el mundo real es un escaparate, en Internet puede ser una página web. Y las páginas web no pueden enviarse a la hoguera: no sólo porque no arden, sino porque sólo el Poder Judicial está facultado en España para quemar libros.
Tal como pasaba con la LSSI del Partido Popular, la LSSI del Partido Socialista puede prestarse a interpretaciones desviadas por parte de funcionarios estatales, autonómicos o municipales, que entiendan que sus competencias les facultan para interesar la restricción de servicios, y que con mayor o menor fortuna piensen que lo que ordenan no afecta a la libertad de expresión. Y aquí reside el problema: sopesar qué afecta, y qué no, a la libertad de expresión, no debe quedar jamás al arbitrio de un funcionario municipal, sino de un Juez.
Así las cosas, la comunidad internauta se va a ver nuevamente en la obligación de sacar fuerzas de flaqueza y enseñar los dientes. La mejor LSSI es la que no existe, pero si no hay más remedio que aguantar una, que al menos en ella se refuercen las competencias del Poder Judicial. Y para ello nada mejor que mejorar las garantías ya presentes en nuestro ordenamiento jurídico, que considera delito el ejercicio de la censura previa.
Además de consolidar la reforma operada en el apartado 3 del artículo 11 de la LSSI, dejando claro que sólo el Poder Judicial está facultado para secuestrar páginas de Internet, no estaría de más imponerle a las autoridades una sutil espada de Damocles, remitiendo desde el articulado a lo dispuesto en el artículo 538 del Código Penal, que dispone lo siguiente:
“La autoridad o funcionario público que establezca la censura previa o, fuera de los casos permitidos por la Constitución y las Leyes, recoja ediciones de libros o periódicos o suspenda su publicación o la difusión de cualquier emisión radiotelevisiva, incurrirá en la pena de inhabilitación absoluta de seis a diez años.”
Puestos a redactar leyes, y teniendo en cuenta que lo que pretende siempre el Poder es ampliar sus prerrogativas, los ciudadanos debemos exigir que se implanten mayores garantías de nuestros derechos. Que todo poder tenga su contrapeso, y que toda desviación de poder tenga su castigo. Ya que la protección constitucional de la libertad de expresión se extiende a las páginas de Internet, la Constitución en negativo que es el Código Penal debe impedir toda censura de páginas web, y no sólo con inhabilitación para el funcionario, sino con cárcel.
Aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, y que la reforma de la LSSI va a coincidir en el Congreso con la reforma del Código Penal, sería bueno que algún legislador con redaños se arremangase y se pusiese con el tema. Quizás hasta descubre que redactando bien una sola Ley, el Código Penal, puede enviar la LSSI al limbo del olvido.
6. La libertad, Sancho…
“… es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos. Con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre. Por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres.”
Impulsado por José Luis Rodríguez Zapatero, el meme oficial del centenario de la publicación del Quijote ha lastrado buena parte de la legislatura. Pero a pesar del hastío que su extenuante reiteración ha producido en los últimos años, las palabras de Miguel de Cervantes, y los refranes de Sancho, siguen tan vigentes hoy como hace cuatro siglos. Ningún bien puede compararse a la libertad, y de entre todas las libertades, ninguna como la libertad de palabra.
Los ciudadanos asisten atónitos, desde hace años, a una histérica, zafia, y por si fuera poco, aburrida representación de títeres de cachiporra. Una batalla impulsada desde poderosos grupos mediáticos, que han convertido la actualidad política en un ridículo toma y daca de mamporros entre los dos partidos mayoritarios. Tras las candilejas, los responsables de la función esperan su momento.
El poder mediático, que no es sino la espuma del verdadero poder, quiere controlar Internet a cualquier precio. Y en buena parte ya lo está consiguiendo: la forma en que la propia Internet digiere la actualidad viene condicionada desde fuera de la Red. Podemos menear al elefante sobre una telaraña, pero nunca sabremos de dónde cuelgan los hilos.
No tenemos aliados. Aquellos que creemos que la única y verdadera herencia de nuestros hijos es la libertad, no podremos confiar jamás en ningún poder. Paradójicamente, nuestra única esperanza, hoy, no está en el orden sino en el caos que Internet representa. Proteger la libertad que encarna ese caos es nuestra única obligación, nuestro único legado.
Estamos solos: ningún poder nos apoya. Y por principio, debemos desconfiar de todos ellos: del poder político, del poder económico y del poder mediático. Ahora y siempre, lo que sea Internet, y lo que la explosiva libertad que Internet representa pueda suponer para el futuro, sólo depende de nosotros mismos.
No bajemos la guardia.
Valencia, 9 de mayo de 2007.
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