Octavio Rodríguez Araujo
El triunfo de Nicolas Sarkozy en Francia revela una situación que se ha extendido en Europa y que no se dice ni se reconoce abiertamente: el racismo.
El racismo europeo de los últimos años tiene la misma raíz que el del pasado, aunque ahora sea más disimulado, más hipócrita. En el pasado, antes de que Adolf Hitler se adueñara totalmente del poder en Alemania, la crítica circunstancia de ese país se debía, en el imaginario colectivo que bien supo explotar el nazismo, a que las grandes potencias triunfadoras en la Primera Guerra Mundial impusieron al país perdedor el humillante Tratado de Versalles llevando su economía a la ruina. Hitler se encargó de hacer creer que los poderes fácticos de los aliados triunfantes estaban dominados por judíos, por lo que éstos debían ser eliminados. Siempre ha sido más fácil focalizar a un enemigo, aunque sea ficticio, que enfrentar directamente a las fuerzas económicas y militares de las grandes potencias, y más después de haber perdido la guerra contra ellas. El argumento implícito, y luego explícito, fue el racismo: la guerra en contra de los no arios para instaurar un mundo dominado por estos últimos. El método fue sencillo: recurrir a los sentimientos más que a la inteligencia, ya que el racismo es un sentimiento producto de la ignorancia y, por lo mismo, de los prejuicios. Si la gente común estuviera informada y meditara sobre las razones que explican los diferentes colores de piel, no habría racismo.
Lo que hizo Sarkozy durante su campaña fue precisamente recurrir a los sentimientos de los franceses como blancos, independientemente de su origen (el ahora presidente electo es de origen húngaro, aunque haya nacido en París). De las tres principales consignas de su campaña las que más influencia tuvieron fueron el control de la inmigración y la línea dura en la aplicación de la ley para garantizar el orden. El mensaje era claro, y para muchos confirmado por su actuación de fuerza como primer ministro contra los inmigrantes (2005), tanto legales como ilegales en París y en sus suburbios. (Se calcula que en Francia existen alrededor de 5 millones de inmigrantes nacidos en el extranjero, de los cuales unos 2 millones son ciudadanos franceses.)
En teoría, Francia es un país multiétnico, pero en la realidad la población blanca, aunque mayoritaria e híbrida, ve con temor el crecimiento demográfico de quienes son de origen africano, indochino y amerindio, y que, además, practican religiones no cristianas. Y los ve con temor porque muchos tienen trabajo o gozan de compensaciones por el desempleo, o porque "provocan" disturbios exigiendo trato igual al que reciben sus conciudadanos blancos y, finalmente, porque a alguien tienen que echarle la culpa del desempleo que en Francia no es precisamente pequeño (en lugar de asumir que la concentración y trasnacionalización de capital es una de las razones principales del cierre de empresas y del desempleo, muchos blancos han preferido creer que los inmigrantes "de color" son sus competidores). En la Europa de estos últimos años, a diferencia de la Alemania de Hitler, no son los judíos los perseguidos (el mismo Sarkozy es de origen judío por parte de madre), sino los no blancos que, en Francia, muchos son musulmanes (poco más de 5 por ciento) y de otras religiones "no europeas" (hinduismo, budismo, etcétera).
A ese racismo se dirigió Sarkozy, y eso explica una de sus frases más sonoras que recuerda el discurso de la ultraderecha del Frente Nacional de Jean-Marie Le Pen: "quiero devolver a los franceses el orgullo de ser franceses". Esta oración es, desde luego, ambigua y cada quien entendió lo que quiso. Por un lado pareció ser nacionalista, pero por otro la propuesta del presidente electo es en favor de la Unión Europea, de la Constitución que los franceses, junto con los holandeses, votaron en sentido negativo hace dos años y de la alianza explícita con Estados Unidos, admitida por el Washington Post, el periódico de la derecha empresarial y política estadunidense. De hecho, los ultranacionalistas y también racistas que dirigen el Frente Nacional, no se tragaron el discurso de Sarkozy.
El presidente del Frente Nacional, según pudimos leer en Le Monde, estimó con sorna que los electores tendrán el presidente que se merecen, y añadió al día siguiente de la segunda vuelta electoral que Francia había votado "contra una nueva catástrofe socialista", pero que Sarkozy tendrá menos poder que un gobernador local de Estados Unidos, implicando que en el contexto internacional sería equivalente al gobernante de Texas o de California en comparación con Washington DC, y no el presidente de una potencia económica como Francia.
En lo único en que estuvieron de acuerdo el fascista Le Pen y el presidente electo de Francia (aunque no lo dijeran) es en el racismo: Francia para los franceses... blancos, lo cual explicaría por qué la mayoría de los seguidores de Le Pen votaron por Sarkozy, según la encuesta de TNS-Sofres, en lugar de abstenerse, como había pedido el Frente Nacional a sus afiliados y simpatizantes. En otros términos, lo que prevaleció fue el racismo, pues si los seguidores de Le Pen hubieran tomado en cuenta los factores económicos (ya que están en contra de la Unión Europea y de los grandes capitales trasnacionales) se habrían abstenido y, junto con ellos, muchos otros franceses que también son víctimas de la globalización neoliberal.
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