Luis Linares Zapata
La peor sumisión es la que resulta ineficaz. Y el peor autoritarismo es aquel que, después de mandar sin contemplaciones, termina en pírricos beneficios. Así parece que acabará el torvo proceso seguido por la llamada ley Televisa. El duopolio de las comunicaciones de masas, a pesar de haber sometido a muchos legisladores a su dictado y al consecuente escarnio ciudadano, al final de cuentas no obtendrá, a juzgar por el dictamen adelantado por el magistrado ponente, las enormes ventajas supuestas. Una vez que la Suprema Corte de Justicia termine sus tareas, Tv Azteca, Televisa y demás concesionarios de la radiodifusión que se le adhirieron como patrocinadores al proyecto legislativo, resentirán un golpe severo, tanto por lo tocante a lo fútil de sus maniobras tras privilegios desmedidos que han quedado al descubierto, como por el descrédito ocasionado a un grupo importante de políticos que ya resiente la ignominia padecida.
Desde los inicios de sus desmesuradas pretensiones, los agentes promotores de la citada ley, lo mismo en el Congreso que en las cúpulas de los diversos partidos o en las oficinas de la pasada administración federal panista del inefable Fox de todos los cuentos de frivolidad ranchera, se exhibieron, sin pudor alguno, los rasgos inconvenientes de ese ordenamiento legislativo.
La citada ley no sólo contiene, como asegura el ministro Salvador Aguirre Anguiano en su propuesta, bases inconstitucionales en varios de sus artículos, sino que, como alegan otros juristas informados, la norma entera cae en una no constitucionalidad que la hace desechable por completo, aunque esto último no sea materia a discernir por la Suprema Corte.
La mayoría de los legisladores que la aprobaron en las diferentes cámaras todavía circulan por los pasillos de San Lázaro, retozan en la casona de Xicoténcatl o se arropan, como un inmerecido premio a su apoyo obsecuente, en la Comisión de Telecomunicaciones que derivó de la misma norma. De todos aquellos diputados subyugados, la mayoría se formó con un montón de simples levantadedos, pero otros son conspicuos líderes o figuras destacadas de las diversas fracciones parlamentarias partidarias. Ninguno de los cuales podrá evadir las penas de su conducta y un oneroso calvario se dibuja en su futuro, aunque se apresuren a disculparse o todavía nieguen su desclasada subordinación.
Por lo que toca a los senadores de ese entonces mucho es lo que puede y debe recordarse. Hubo, ahí, quienes sonaron las alarmas ante lo que consideraron ventajas inaceptables para unos cuantos, los favorecidos de siempre. Otros más alertaron a la ciudadanía y a sus compañeros de bancada y cargo, por los daños que la ley ocasionaría a la independencia interna del gobierno, a la soberanía de la República, a la dignidad de la política. Con muy pocas y honrosas excepciones que ahora adquieren mayor relieve por sus posturas, hay que pasar revista de aquellos senadores que no sólo contravinieron las instrucciones de su candidato presidencial en turno, sino que, además, advirtieron a sus compañeros de partido para que cumplieran, con responsabilidad, sus deberes de representantes del pacto federal, de depositarios de la soberanía popular.
Un grupo nutrido de priístas y perredistas que, a pesar de instrucciones superiores para los primeros, amenazas del grupo de presión patrocinador de la ley para los segundos o recomendaciones de propios y extraños oficiosos, votaron en contra de ella y llevaron su litigio hasta la Corte.
La tardía confesión del ahora senador Santiago Creel resalta sobre la propuesta de dictamen del ministro Aguirre Anguiano y le dan un toque irónico al esfuerzo del grupo de privilegiados que empujó la ley. Retrae a la memoria las presiones ejercidas por numerosos actores de la escena pública, en especial por los entonces candidatos Roberto Madrazo y Felipe Calderón que urgieron a sus bancadas a votar una norma conveniente sólo para el duopolio y anexas. Una prueba irrefutable de lo que ya se sabía, de lo que se intuía o rumoraba aun entre los mismos impulsores de la ley.
Las palabras de Creel son trascendentes, pues caen como plomo hervido sobre las conciencias (si las conservan) de aquellos que se plegaron a los intereses partidistas, de plutócratas o de sus propios candidatos a la Presidencia. Políticos que, de llegar al ambicionado puesto, serían reales prisioneros de ese grupo de privilegiados. Un grupúsculo elitista que, no contento con el poder y las riquezas amasadas, quiere perpetuarlas con una ley, ahora al menos, con muchos puntos de inconstitucionalidad. Un ejemplo pocas veces visto en la historia de las ignominias mexicanas, similares a leyes que fincaron los fueros (eclesiásticos, militares, aristocráticos) y que, de manera repetida, fueron también rechazados, a veces violentamente, por el pueblo.
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