Javier Oliva Posada
En un lapso de solamente una semana, del 4 al 10 junio, las relaciones entre México y Estados Unidos entraron en una etapa de definiciones cruciales en materia de seguridad para el continente americano. Todo comenzó en la votación del Senado estadunidense el pasado martes 5 de junio, cuando los conservadores impusieron su peso político e impidieron, de momento, una reforma migratoria que logre estabilizar la vida y acceso a servicios en ese país de millones de trabajadores ilegales. Quizá por ese rechazo, ni un solo senador asistió a la 46 reunión interparlamentaria, realizada en Austin, Texas, del 7 al 9 de junio. Allí la exigencia de la oposición en México, de analistas y medios de comunicación, fue que los gobiernos de ambos países especifiquen la eventualidad para la aplicación de un amplio programa contra el narcotráfico, cuyo principal y cuestionable antecedente (por sus pocos resultados) es el denominado Plan Colombia.
Mientras tanto, el viernes 8, el presidente de la República, Felipe Calderón, sostenía una reunión con su homólogo de Estados Unidos y el primer ministro de Canadá, en el contexto de la reunión del G-8 en Heiligendamm, Alemania. El tema central fue no la migración de mexicanos a Estados Unidos, sino la forma en que uno y otro pueden hacerle frente al desafío del narcotráfico. Ese mismo día, ahora en Jiutepec, Morelos, Alberto Gonsalez, jefe del Departamento de Justicia estadunidense, y Eduardo Medina Mora, responsable de la Procuraduría General de la República, anunciaban el inicio de medidas encaminadas a tratar de disminuir el tráfico de armas de ese país al nuestro. Cabe recordar que en esta reunión participaron sus homólogos de Centroamérica y Colombia.
Todos estos acontecimientos fueron precedidos por las declaraciones del titular del Ejecutivo mexicano, en la víspera de su gira por Europa, a propósito de que no sabía si Estados Unidos apoyaba o no a su gobierno en la lucha contra el narcotráfico, además de exigir a la Casa Blanca un mayor compromiso para inhibir el consumo de drogas en esa nación. Así que como puede observarse en este apretadísimo resumen, la dinámica demuestra qué tan importantes son las relaciones bilaterales en este momento, pero también dejan en claro cuáles serán los pasos a seguir en la construcción de un acuerdo continental en materia de seguridad regional.
Establecer un proyecto de seguridad continental, comenzando por los criterios geopolíticos, conduce a que sean las áreas geográficas de cercanía las incluidas en los primeros pasos en ese sentido. Pueden ser polémicos, que vulneren la soberanía nacional, pero lo cierto es que de parte de los gobiernos mexicanos en los tres sexenios anteriores, y lo que ha transcurrido del actual, las condiciones para una suma e inclusión de México a medidas de corte continental ya existen. Desde las reformas a la Constitución hasta la creación de leyes secundarias, sobre todo en el sexenio de Vicente Fox; el terreno está listo. Falta nuestro proceso político doméstico. Es allí donde el problema no parece tan fácil como en el jurídico y el diplomático.
La revelación (La Jornada, 9/6/07) del congresista Silvestre Reyes respecto de que fue un desliz o una indiscreción su revelación sobre el grado de avance de las negociaciones a petición del gobierno mexicano, en materia de lucha contra el narcotráfico, parece poco creíble cuando la posición de Reyes es la del presidente del Comité de Inteligencia de la Cámara de Representantes. Así las cosas, es de prever más y profundas acciones diplomáticas y políticas para alcanzar el objetivo planteado en la Reunión de Seguridad Hemisférica, realizada en la ciudad de México en octubre de 2003. En aquella ocasión, la conclusión fue que los principales riesgos para la seguridad del continente son: terrorismo y narcotráfico. Problemas como la pobreza y la marginación, los dejamos para después.
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