Por Pastor Valle-Garay
Senior Scholar, Universidad de York
Toronto, Canadá – Por décadas los Estados Unidos y Canadá han convivido uno al lado del otro en estudiosa indiferencia. A un lado de la frontera, reside el primo rico. Al otro, el primo pobre. Aparte de este detalle, tanto Washington como el estadounidense común y corriente no tienen la menor idea de la existencia del vecino. Al canadiense le importa un bledo lo que piense el gringo.
La ignorancia política, cultural, histórica y geográfica del ciudadano promedio estadounidense en relación a Canadá se resume en una palabra: abismal. Nada difícil en una nación ensimismada en presumirse el ombligo del mundo y bañarse en prepotente gloria artificial. El canadiense ni caso les hace. Se satisface considerando ofensivo que la gente confunda su nacionalidad con la del vecino del sur. Esta peculiar actitud gradualmente se ha convertido en el símbolo por excelencia de la identidad canadiense. Juntos pero no revueltos. Por lo demás, todo bien. Gracias.
El 11 de septiembre del 2001 cambió el estado de nirvana entre las dos naciones. La paranoia estadounidense comenzó a descubrir enemigos hasta debajo de la cama presidencial. A falta de pan buena son las tortillas. Los gringos le echaron el muerto a Canadá. Al día siguiente del ataque a las torres gemelas de Nueva York, el diario Boston Globe publicó que los terroristas lograron acceder los Estados Unidos a través de la provincia de Nueva Escocia. Fue una soberana mentira. Todos los atacantes residían legalmente en los Estados Unidos. Tiempo después el Boston Globe se retractó pero para entonces el daño del pernicioso artículo se había consumado.
Seis años después del ataque, prominentes políticos de la talla de Newton Gingrich, ex congresista Republicano y probable candidato presidencial en el 2008 y Hillary Clinton, probable candidata a la presidencia por el partido Demócrata, continúan insistiendo sin prueba alguna que la generosa política canadiense de inmigración permite la infiltración de terroristas a los Estados Unidos. El año pasado la secretaria de estado Condoleezza Rice viajó a Ottawa para sermonear a Canadá sobre la necesidad de mantener mayor vigilancia en las fronteras entre ambos países. La Condi se condujo como la ama de llaves. No era para menos. El Primer Ministro canadiense Stephen Harper obedientemente coincide con George W. Bush en cuanto se le antoja al ocupante de la Casa Blanca. La visita marcó un nuevo hito en la americanización de Canadá.
En adelante ya no sería suficiente entronizar a tontas, a locas y a ciegas tales arbitrarias medidas antiterroristas del patrón George como la de remitir a ciudadanos canadienses a los Estados Unidos a sabiendas de que la Agencia Central de Inteligencia les trasladaría ilegalmente a cárceles extranjeras en donde se les torturaría. Tampoco se titubearía en acceder a las demandas de la Casa Blanca de implementar el pasaporte obligatorio para todo canadiense que incursione en territorio gringo o en enviar carne de cañón canadiense a luchar en Afganistán disfrazados de ejército de paz. En adelante Harper y Bush conducirían los destinos nacionales como almas gemelas.
Es así que con cada día que pasa una nueva e inesperada sorpresa aguarda a la desprevenida población. Esta semana Ottawa impuso otra directiva de Washington. Harper ordenó que se le niegue abordar vuelos domésticos e internacionales a cualquier ciudadano que las autoridades canadienses de aduana estimen sospechoso de terrorismo.
En un país eminentemente multicultural esta medida, basada en un arbitrario perfil étnico asignado a determinados individuos, se presta a errores y abusos de orden racista. Ha ocurrido con frecuencia en los Estados Unidos en donde las víctimas de esta práctica incluyen al senador Edward Kennedy y a tiernos bebés. Ha ocurrido en Canadá. Maher Arar, un ingeniero de 33 años y ciudadano canadiense originario del Medio Oriente, fue detenido en Nueva York, acusado de terrorismo basándose en su perfil de extranjero, deportado a Siria, torturado por más de un año y devuelto a Canadá en donde el gobierno canadiense acaba de comprobar que Arar jamás fue terrorista.
No se trata de casos aislados. Ocurren con frecuencia. De ahí que la orden gubernamental de negarles a ciudadanos canadienses el derecho de abordar vuelos sea sumamente preocupante. Más aún al tenerse en cuenta la crítica evaluación emitida por los peritos en seguridad de ambos países sobre la más mínima falta de requisitos exigidos de los individuos responsables de escudriñar a posibles terroristas. Según los expertos los bajos salarios asignados a los agentes no atraen a óptimos candidatos. Ocurre lo contrario. El ínfimo sueldo garantiza la incompetencia del candidato. Se ha descubierto, por ejemplo, que muchos de los contratados tienen hoja criminal y carecen de experiencia o de entrenamiento en asuntos de seguridad.
En estas circunstancias al emular la errada y perversa política de Bush, las medidas antiterroristas anunciadas por el gobierno de Harper transforman a Canadá en un estado cliente de la política estadounidense y arriesgan convertirse en una pesadilla para el viajante y en una extensión de las típicas y flagrantes violaciones de los derechos humanos incurridas a diario por la Casa Blanca. Estábamos mejor cuando nos veíamos con indiferencia. La nueva intimidad con los Estados Unidos es nociva y repugnante.
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